Carta  5ª
            A ti
            Esperando las primeras cartas

            Te escribo esta carta después de haber escrito en los pocos días que llevo aquí un montón de ellas a diferentes personas sin haber recibido ninguna respuesta.
            He escrito a mi familia, a mis compañeros de trabajo, a mis amistades, a Ana... Y te escribo a ti, a ti también, pero tú eres diferente, de ti no espero respuesta.
            Por eso, porque de ti no espero respuesta, te cuento lo que se siente de verdad, lo que se siente cuando a miles de kilómetros se espera que nuestras cartas sean respondidas, porque son el único medio de comunicación: el único contacto que tenemos para no desesperarnos.
            Se espera que nuestras añoranzas sean respondidas con otras, que nuestros recuerdos sean fortalecidos con otros, que nuestros amores sean correspondidos con otros, que nuestros sueños sean compartidos. Se cuentan los días, se hacen los cálculos: tres días en llegar, tres días en volver. Hoy ya van seis. Hoy tiene que ser, hoy tienen que llegar las primeras cartas; se espera impaciente el correo y llega.
            Son las nueve de la noche. A las diez apagan la luz y se hace el silencio. Empiezan a nombrar y mi nombre no suena. No suena el nombre de ninguno de los que llegamos el dieciocho de julio. ¡El dieciocho de julio!, cuando fuimos apartados de nuestras vidas y de nuestros sueños. ¡Todavía teníamos sueños el dieciocho de julio! ¿Los tendremos el día de la vuelta? ¿Qué fecha será? ¿Cuándo llegará?
            No han nombrado a ninguno, eso nos consuela: Tardarán más de lo previsto.
            - No tengáis prisa, no seáis impacientes; las cartas aquí tardan mucho tiempo en llegar, aquí todo llega muy tarde, llegan tarde las noticias, llega tarde el tiempo. Yo estuve ocho días sin recibir ninguna, - nos dice un veterano.
            El veterano, que ve nuestras caras y conmovido nos lanza esa voz de consuelo, es de Madrid, es cabo. En la mañana polvorienta, en el campo, sus voces resuenan confundiéndose con las de los otros cabos. Es madrileño, castizo, su voz se alza por encima del resto y sus palabras son iguales a las de todos los mandos.
            - ¡La mirada al frente! ¡La cara alzada! ¡El pecho sacado! ¡Las rodillas altas! ¡Más altas! ¡Mucho más altas! ¡Hasta que os deis en el pecho!
            - ¡Y ese gilipollas! ¿A dónde coños va? ¿No se da cuenta de que se sale de la fila? ¡Pero dale una hostia, cabo! - gritó un sargento.
 Y sus manos juntas doblan la espalda del recluta despistado, el que había girado a la izquierda cuando el mando había dicho a la derecha. El impulso del golpe le obligó a tropezar y dar una pequeña vuelta antes de volver a su fila sintiéndose herido y humillado ante todos.
            El cabo Alonso manda el quinto pelotón, que no es el mío, pero los de Madrid, en el barracón, al final de la noche, nos juntamos, hacemos corro, le oímos hablar. Castizo, chulo, de Chamberí, se come al mundo, no tiene problemas; es delgado, puro músculo, acero en los brazos.
             - Mira, chaval: ¿ves esta bola? Pega fuerte, no tengas miedo, no haces daño, esto es acero puro.
            Y saca pecho.
             - ¡Pega! ¡Pega sin miedo! ¡Fuerte!
            Y el recluta asustado no se atreve.
            -¿Tienes miedo, chaval? Aquí no nos comemos a nadie. ¿Quieres que te dé yo? Saca pecho. Si no me das tú,  te doy yo. ¿Qué prefieres?
            Y el recluta asustado le pega en el brazo.
            - ¡Bah! ¡No haces daño! ¡Eres de mantequilla! ¡Te enseñaré yo! ¡Con el menda no hay quien pueda! ¡De Chamberi! ¡No hay nada mejor en el mundo, chaval! Y tú, ¿de dónde eres?
            Y el recluta calla.
            - ¿No tienes lengua?
            - De Ubrique, mi cabo.
            Y llegan las diez, y se apagan las luces, y no hemos oído decir nuestro nombre tampoco, y volvemos a echar cuentas, y volvemos a pensar: ¡quizá mañana! Sí, mañana tiene que ser; cuatro días para ir, cuatro para volver; mañana será, mañana tendremos las respuestas esperadas, mañana. Y el cabo Alonso adivinando nuestros pensamientos exclama:
            - No os preocupéis, ni os asustéis, mañana tendréis carta y en ella os mandará la novia un pelo del coño. Os lo dice un padre.
            En el silencio de la noche sus palabras se vuelven suaves y sus frases son el último consuelo antes de caer rendido en un sueño profundo. Sin darnos cuenta nos dormimos. No nos quitamos parte de la ropa, corriendo el riesgo de ser arrestados por la mañana si el sargento levanta las sábanas y nos ve con los calcetines o la camiseta puesta. Dejamos de tal forma colocada la ropa que nos quitamos que con dos movimientos nos vestirnos de nuevo.
            Las trinchas son nuestro problema. Son unos tirantes ligados a una cartuchera que nos rodea la cintura. Sirven para portar balas, aunque nosotros siempre las llevamos vacías. Las llevamos unidas a la camisa mediante unas solapas que están en los hombros. Si se nos descolocan al desnudarnos, por la mañana perderíamos unos preciosos minutos que nos impedirían llegar a tiempo a la formación.
            Si todo sale bien, si acertamos por los huecos adecuados: los brazos por las mangas de la camisa justamente colocadas en la cabecera de nuestra cama y sin descolocar las trinchas, los pies por los huecos preparados de los pantalones, si inmediatamente después nos acoplamos las chirucas que hemos dejado al borde de la cama y las atamos con rapidez, si nos vamos abrochando los botones por el camino hacia la formación, entonces, en breves segundos tendremos todo puesto y habremos resuelto nuestro principal problema: llegar a tiempo a la fila.
            Estos seis primeros días han sido doblemente penosos, además de estar alejados de nuestras casas y ser sorprendidos por la agresividad y la violencia con que somos tratados, está esa angustia de no tener noticias y ese deseo de saber que siguen queriendonos.
            Hasta esto se nos niega, y cada noche tras leer el correo nos quedamos dormidos con la desilusión, la tristeza, el abatimiento y el “mañana será”.