Carta  27
            A ti
            Los paralíticos

            Cuando faltaban dos semanas para la jura de bandera, todo comenzó a tener otro sentido. Para los mandos su única preocupación era ensayar para que el acto saliera perfectamente, preparar los desfiles, llevar perfectamente el paso, entrenar los pormenores del acto de la jura. Para todos nosotros era comenzar una cuenta atrás que terminaría con nuestro martirio, todos teníamos la fecha de la jura metida en nuestras mentes como el listón a pasar, después sería mejor, peor era imposible.
            Teníamos unas ganas enormes de que ese día pasase, pero no todos teníamos los mismos sentimientos hacia ese día. La mayoría, pensando en la jura, se habían vuelto dóciles, les ilusionaba pasar por delante de la bandera de España y convertirse en hombres. Tantas veces se lo habían dicho que de verdad así lo creían, por eso olvidaban las penas, y entre la alegría de que el campamento terminaría y de que la jura sería un gran día en sus vidas, - en el mejor de los casos era el día señalado para tener la visita de algún familiar o de coger un permiso -, se les olvidaban los ratos de tiro, las carreras por la Sahia, las bofetadas del sargento Torices,  las patadas de Soriano en el culo, los arrestos, las prisas, los sueños, las ofensas, las humillaciones... Todos olvidaban y todos se ilusionaban en una nueva tarea, daban los sacrificios por buenos, e incluso veían con mejores ojos a los que eran nuestros verdugos, al fin y al cabo todo se hacía para quedar en el mejor lugar en el acto solemne de la jura de bandera.
            La Policía Militar siempre desfilaba mejor que ningún otro cuerpo y el orgullo que les iban inculcando con estos halagos les hacía olvidar y les convertían en seres iguales, unidos por el común significado de besar un paño y de gritar: Juramos.
            Los mandos preparaban perfectamente el ambiente psicológico, desde el cabo al teniente, todos hablaban de la jura como algo sagrado: el momento más importante del servicio militar y de nuestras vidas, el compromiso con la Patria ante las autoridades, la familia y ante Dios. Era algo que no se podía fácilmente describir. Todos los esfuerzos y todas las penas que nos habían hecho pasar en el campamento estaban justificadas por el gran honor de la jura, todo había sido por nuestro bien, por hacernos unos hombres de provecho, para poder ir con orgullo por la vida, con la cabeza alta y el honor de estar siempre defendiendo a la Patria.
            Éramos muy pocos los que seguíamos con indiferencia este último acto de nuestra estancia en el campamento y los que únicamente notábamos  que se hacía un poco más llevadera esta parte del primer acto de nuestro encarcelamiento.
            Al principio manteníamos por la mañana el mismo horario: la clase de gimnasia, las clases teóricas donde se hablaba de artes militares y se jugaba a hacer guerrillas, los pasos ligeros, las maniobras, el día de tiro. Sólo dedicábamos la tarde a preparar la jura. Cada cabo al frente de su pelotón comenzaba a ensayar los desfiles, a llevar el paso, a pasar por delante de la bandera y sin parar ni perder el paso, coger la bandera besarla y seguir. Ensayábamos sobre todo el movimiento de las manos: primero, teníamos que levantar el brazo hasta la altura del hombro, después hasta la altura de la cabeza y al final debíamos cruzar el brazo por detrás de la cabeza hasta llegar a la altura de la nuca. Teníamos que hacerlo con un movimiento firme y enérgico, sin perder nunca el paso. Perder el paso era lo más grave que un soldado podía hacer el día de la jura, era hacer el ridículo ante todos, era ser un inútil: un desgraciado paralítico.
            Transcurrida la primera semana comenzó a aparecer el pelotón de los paralíticos, eran los expulsados de sus pelotones. En los ensayos el cabo mandaba:
 - Izquierda, derecha, izquierda..., izquierda,  derecha, izquierda..., esas manos hasta la altura del hombro.
            Y el sargento unas veces, el teniente otras, subidos en una tarima, observaban todos los movimientos de los nueve pelotones. De vez en cuando, gritaban:
             - El sexto, Arnau, el sexto de la fila del medio, que salga, es un paralítico, lleva el paso cambiado toda la tarde.
            Y el sexto salía, y el cuarto de otro pelotón, y el noveno de otro, y el tercero, y el segundo, y se iba formando el grupo de los marginados, apartados del resto, apestados por cambiar el paso, condenados por el teniente al desprecio y al arresto.
            -¡Todos los paralíticos se quedan aquí con el cabo Quesada practicando un rato más! ¡A ver si aprendéis! Después les das cuatro carreras por la pista y los mandas a limpiar los retretes-, gritó alto el teniente.
            La última semana antes de la jura comenzamos a desfilar con el mosquetón. Teníamos que llevar el codo pegado al cuerpo, sujetando fuertemente con la mano derecha el mosquetón de tal forma que se orientase recto hacia el horizonte en perfecto alineamiento con todos los de los demás compañeros de la fila.
            - Aquel mosquetón no está alineado, -gritó el sargento Torices.
            Sentí cómo con paso decidido se ponía a mi altura y su asquerosa mano se posaba con brusquedad en mi espalda, al tiempo que escupía una repugnante frase:
            - Este mosquetón sale medio metro del resto, ¡fuera de la fila!, ¡con los paralíticos!
            Así me encontré en el sitio maldito adonde nadie quería ir, de  donde todos hacían esfuerzos supremos por salir, el lugar de los condenados, de la escoria, de los gusanos, de los despreciados por todos: los paralíticos.
            Cuando el teniente dio la orden de que la compañía se dirigiera a paso ligero hacia el acuartelamiento, nos miró con desprecio y dirigiéndose al cabo que nos mandaba le dijo lo de todos los días:
            - A estos tenles haciendo paso ligero hasta que sea de noche, a ver si revientan o se hacen hombres.
            Al rato, cuando apenas habíamos dado un par de vueltas al campo, un recluta se cuadra ante el cabo y le dice:
            - De parte del sargento, que venga el maestro, que estamos en la escuela todos esperando.
            Y el cabo ordena:
            - Que salga el maestro
            Y salgo y me dice:
            - ¿Tú no tenías que estar en la escuela?
            - Sí. Pero no puedo estar en dos sitios a la vez, mi cabo
            - Pues vete, has tenido suerte.
            - A sus órdenes, mi cabo.
            El cabo Arnau fue el primero en echarme de menos,  me llamó y me dijo: -Mañana tú desfilas con todos.
            Pero yo al día siguiente fui dócilmente con los paralíticos, hicimos aparte la instrucción, nadie nos miraba, nadie nos vigilaba, sólo un cabo nos daba las órdenes, nos mandaba carreras y nos daba fuertes gritos para que los jefes oyeran lo mal que se trataba a los paralíticos.
            En un momento determinado pasó el sargento Torices y se quedó observando al grupo. Ante la anarquía de los movimientos del resto, debió de atraerle mi presencia en el grupo, me llamó y me ordenó desfilar a mí en solitario.
            Marcaba bien el paso, subía bien el brazo, sujetaba bien el mosquetón, pero la punta del arma bailaba y Torices exclamó con desprecio:
            - Parece que estás mal hecho, no deja de bailar la punta del mosquetón a pesar de que lo haces bien. Mañana te quiero ver desfilar con la compañía.
            No formé al día siguiente con la compañía. Mis compañeros paralíticos no me entendían, no comprendían cómo yo estaba allí con ellos cuando el sargento me había dicho que podía desfilar con la compañía, no entendían cómo podía sentirme a gusto en aquella situación. Yo tampoco entendía cómo ellos podían tener añoranza por volver al lugar que tantos sufrimientos les había causado.
            El cabo Arnau fue quien peor lo llevó, no asumía que estuviera a gusto donde estaba y con quien estaba. Lo consideraba como un fracaso suyo personal. Hasta el último momento lo intentó. La víspera de la jura me dijo que desfilara con la compañía y me amenazó con darme dos hostias si no lo hacía. Pero yo lo tenía decidido, tenía la posibilidad de estar con los más débiles y no iba a desaprovecharla.