Carta  4
            A ti
            Los primeros días

            Ya llevamos aquí varios días y ya nos han hecho varias putadas.
            Por seguir un orden te contaré que la primera impresión caló muy hondo en nosotros. Apenas llegamos al campamento fuimos sorprendidos por una terrible escena. No se nos había pasado aún el susto por la forma de ser recibidos, cuando vimos aparecer doblando una esquina un grupo de personas vestidas con uniforme militar y acompañadas por un estrepitoso ruido.
            Nosotros estábamos en el patio, en una fila, a la puerta de un barracón que hacía de oficina. De repente escuchamos un ruido tumultuoso que se acercaba cada vez con más fuerza hacia nosotros: rápidamente nuestras miradas se dirigieron hacia el lugar de donde procedía tal alboroto y comprobamos aterrados cómo aparecían ante nosotros los primeros reclutas del campamento. Vestidos con la típica ropa militar, parecían payasos enloquecidos, doblaron rápidamente la esquina y, tras el ruido estrepitoso de sus pisadas y las voces sin sentido de unos cuantos que los tenían como cercados, llegaron justo frente a nosotros y se pararon. Comenzaron a correr sobre su propio terreno. El ruido ahora era menos intenso. Se oían con más nitidez las voces de aquellos que los rodeaban. Eran secas, escuetas, claras.
            - ¡Levantad las rodillas, cabronazos!
            - ¡Levantad bien las rodillas u os pateo la barriga!
            - ¡Ese cabrón que no se salga de la fila o le mato!
            - ¡Dale a ese largo, Arnau!
            - ¡Dale fuerte, dale!
            - ¡Esas rodillas, me cago en San Pedro!
            - ¡El último, que se sale de la formación! ¿Es que no le veis?
            - ¡Gilipollas! ¿Es que no ves tu fila?
            Todo esto sucedía en segundos, frase tras frase, golpe tras golpe. El primer grupo de reclutas se había parado ante nosotros. Estaban uniformados sus cuerpos y estaban uniformadas sus almas. Sus caras estaban desencajadas, sus miradas estaban perdidas, de sus cuerpos manaba sudor, sus movimientos eran forzados y sus cerebros se notaban parados.
            Tras unos  breves minutos de correr sobre su propio terreno, levantando exageradamente las rodillas para no avanzar nada, uno que tenía unas rayas amarillas, como el que había salido a recibirnos, dijo:
            - ¡Tienen tres minutos para cambiarse de ropa! ¡Rompannnn… filas!
            - ¡¡¡FRAN- CO!!!      
            El grito ensordecedor, unánime, del pequeño grupo que rompía filas se metió en nosotros como algo aterrador, como algo imposible que sucediese en pleno siglo XX. Por una puerta pequeña comenzaron a entrar, y tan deprisa querían todos hacerlo que ninguno podía conseguirlo. A los tres minutos justos ya se oían otra vez las voces y, por primera vez, aparecieron los cintos. Los cintos daban vueltas por encima de las cabezas de unos cuantos que llevaban sobre sus hombros unas cosas rojas, similares a las de aquel que nos recibió en el aeropuerto y que tras un acoso de preguntas  nos informó un poco sobre lo que nos aguardaba. Eran los cabos. Los cintos daban vueltas sobre sus cabezas y, de vez en cuando, caían sobre las espaldas de alguno que, corriendo, salía a formar nuevamente las filas. Al mismo tiempo los gritos se sucedían:
            - ¡Ya tenían que estar las filas hechas! ¿Acaso se creen señoritas que necesitan media hora para cambiarse?
            En breves segundos se formaron nuevamente las filas. Ahora estaban todos en traje de deporte y, de repente, con la misma rapidez con que aparecieron, con las mismas voces y los mismos gritos, desaparecieron.
            A continuación nos dieron la ropa y nos tomaron la filiación. Luego nos asignaron camas y nos dieron tiempo para ir a la peluquería y cortarnos el pelo. Nos habíamos quedado tan helados que las primeras palabras entre nosotros tardaron en aflorar. Nos consolamos con algunas bromas y nos dirigimos todos juntos a la peluquería; la poca gente con quien nos cruzábamos nos dirigía una mirada burlona, y simplemente nos llamaban: ¡¡¡RECLUTAS!!!
            Después nos probamos la ropa: lo que a unos estaba pequeño a otros resultaba grande; procuramos hacer los cambios acertados para adecuar las tallas a nuestros cuerpos lo mejor posible. El disfraz en el que estábamos metiendonos y que iba a durar catorce meses no nos hacía gracia alguna.
            Por la noche cenamos con el resto de compañeros, aquellos a los que habíamos visto correr unas horas antes, los que habían llegado unos días antes que nosotros para comenzar antes sus penas.
            A la mañana siguiente ya nos tocó también a nosotros  engrosar las filas de una manada de borregos, sacrificados a las órdenes de feroces lobos que no conocían el respeto, ni la piedad, ni la educación.