Carta  23
            A Ana
            Accidente
           
            Hace unos días tuve un pequeño accidente en la uña de un dedo del pie, afortunadamente no es nada importante y me ha permitido tener unos días de baja y poder escribirte con tranquilidad. Por primera vez tengo tiempo para leer tus cartas recreándome en lo que me dices, saboreándolas; las he releído todas, las  he encontrado más dulces y me han llenado de recuerdos. He tenido tiempo de soñar y he salido por un momento de este mundo, he estado en los pueblos, he ido a las fiestas, he bailado contigo. Te he estrechado entre mis brazos y en mis sueños te he besado.
            El accidente fue la semana que llegó Soriano, el nuevo sargento que nos hace la vida imposible. Era domingo y teníamos que llevar unos bancos al comedor, a un compañero se le escapó una mano y el banco cayó al suelo pillándome un dedo. La uña del dedo gordo de mi pie derecho sufrió un fuerte golpe y comenzó a sangrar.
             Era la misma uña que me arrancó la Mora,  aquella uña que no encontré jamás. Pero aquel día era luminoso y hermoso, era de madrugada cuando el Sol salía y las vacas venían del prado. Mi hermana las traía a casa, las iba dejando entrar de una en una en la cuadra, y yo las iba atando al pesebre que previamente los había llenado de hierba fresca, así las vacas llegaban, bajaban la cabeza para comenzar a comer y yo, con mis pocos años, tenía menos dificultades para rodear con mis brazos su cuello y atar a cada una con su cadena.          
            Todo había ido bien hasta que llegó la Mora, una vaca mestiza: su madre era de raza suiza y su padre un toro negro de raza avileña, que satisfacía a la manada de vacas del pueblo. Era negra y tenía unos cuernos delgados y afilados, nos daba leche y nos servía para trabajar la tierra. Esa mañana, al bajar la cabeza para comer la hierba del pesebre, al mismo tiempo que yo la rodeaba con mis brazos y  le pasaba la cadena por el cuello, una mosca se posó en su pata; la levantó bruscamente y la bajó apoyándola encima de mi pie derecho. Tiré bruscamente,   intentando soltarme, a la vez que intentaba apartar a la vaca. Me dolía enormemente. La até como pude y me fui a explorar mi herida. Cuando me quité el calcetín encontré el dedo gordo ensangrentado y sin uña. El pisotón y mi acción posterior de retirar el pie me había arrancado la uña. Me curé con agua y alcohol, me eché mercromina, y me puse a buscar mi uña. Sacudí el calcetín, le di la vuelta una y otra vez, pero no encontré la uña. Jamás supe adónde fue.
            Ahora sí la veía, no la había perdido, estaba ante mí sangrando y se movía, pensé que se me habría arrancado otra vez. Me fui al botiquín y el ATS de fin de semana me curó.
            Pero aquí, en el desierto, las heridas se curan con dificultad, y la más pequeña ocasiona los más alarmantes problemas. Pasé una semana de curas diarias, de pasos ligeros, sufriendo y aguantando el dolor; salí incluso el siguiente domingo al Aaiún, pero la uña no mejoraba y cada vez se movía más y exudaba una agüilla que no me gustaba nada.  Por eso el lunes me apunté a la consulta del teniente  médico. Nada más verme y tocarme la uña, me dijo que en el Sáhara esa uña no se curaba, que era necesario arrancarla cuanto antes. Me preguntó si tenía el valor suficiente para dejármela arrancar. Y yo, que había tenido el valor de correr con ella y que veía la posibilidad de estar al menos una semana de baja, dije sin pensarlo que sí, que si no había otro remedio que me dejaba arrancar la uña cuanto antes. Pregunté si me pondría anestesia. Me contestó que sí.
            Noté el pinchazo de la aguja entre la uña y la carne y un dolor agudo y profundo fue recorriendo mi cuerpo hasta llegar a mi mente. A los pocos segundos vi como me quedaba sin la uña del dedo gordo del pie derecho por segunda vez. Ahora solo noté un cosquilleo. Comenté al médico que se me había arrancado otra vez y le pregunté si me volvería a salir. Me dijo que sí, pero que tendría que tener una semana de reposo y de baja de instrucción. Me alegré, pensé que pasado el percance había sido una suerte que el banco cayera encima de mi uña para poder descansar y tener tiempo de escribirte cartas, de volver a leer las tuyas y de soñar que me encuentro de nuevo a tu lado.