Carta  20
            A ti
            El tiro

            La noche anterior lo anunciaron en retreta, - ese acto que tiene lugar inexorablemente a las nueve de la noche y que consiste en pasar lista y hacer putadas a los reclutas-. Los cabos, los muy cabrones, aprovechan el final del día para cachondearse de nosotros y nos obligan a estar en posturas más rígidas de lo que es menester a esas horas. De vez en cuando nos arrestan, y los días festivos, cuando son los únicos jefes que hay en el barracón, aparecen borrachos dándonos cachetes y entre risas y burlas pasan un cuarto de hora, o a veces media, haciéndonos saltar, girar hacia un lado u otro, correr sobre el propio terreno, saludar, cantar, reír, barrer o fregar.
            La noche que lo anunciaron era domingo. Con toda solemnidad dijeron que al día siguiente los reclutas de Hatarrambla irían por primera vez a hacer prácticas de tiro al campo denominado La Sahia.
            Llevábamos ya más de un mes de campamento y había quien manifestaba tener ganas de disparar. Yo sentía indiferencia absoluta. Por la noche limpiamos y engrasamos el mosquetón. Ese viejo aparato que nos habían hecho conocer en las clases de teórica, que habíamos montado y desmontado tantas veces para conocer el nombre de sus piezas, nombres que nos habían hecho aprender de memoria y que fueron causa de numerosos arrestos.
            A las ocho, después de haber desayunado como todas las mañanas, nos encontramos formados, dispuestos a ir a realizar los primeros ejercicios de tiro. El camino duró una hora, había más de cinco kilómetros, íbamos a buen paso. Algunos ratos nos obligaban a cantar, -al son del paso ligero salen bien algunas canciones perfectamente ensayadas-, y el ruido de nuestras voces se perdía en el desierto a esa horas de la mañana.
            Cuando llegamos a La Sagia, vimos un enorme valle, completamente llano. Se dice que circuló por allí, en otros tiempos, un río. Estaba entre dos montañas, tenía una anchura de más de un kilómetro y era todo lo largo que divisaban nuestros ojos; una llanura quemada, sin nada de vegetación y perfectamente preparada para hacer ejercicios de tiro.
            Lo primero que hicimos fue dar las clases teóricas de todos los días, después por pelotones nos dispusimos a tirar.
            Tiraron tres pelotones antes que nosotros. Mientras los otros tiraban observábamos y nos poníamos nerviosos. El H.P. 1 comprobaba si los disparos habían entrado en el círculo negro. Cuando había más de dos fallos, el sargento te daba dos hostias.
            Nos llegó el turno, tomamos nuestros cartuchos y nos situamos en la línea de tiro.
            - No quiero ver ningún mosquetón mirando hacia otro lugar que no sea el blanco -decía el sargento-. Si alguien quiere hacer alguna pregunta, levanta el brazo; pero si el mosquetón se mueve, le doy un hostión que le parto la cara. Que nadie dispare hasta que yo dé la orden. Apunten siempre al mismo blanco, no olviden que es un ejercicio de agrupamiento y que tienen que estar los cinco disparos juntos y en el blanco. ¡Preparados!
¡Cuerpo a tierra! ¡Alimentar el arma… ya! ¡Carguen… ya! ¡Apunten… ya! ¡Rompan fuego… ya!
            Comenzaron a sonar unos enormes zumbidos en mis oídos. Apunté al blanco. Mi pulso temblaba, apreté la culata del mosquetón fuertemente contra mi hombro para serenar el pulso; disparé la primera vez y un ruido espantoso penetró en mi cabeza; tiré del cerrojo hacia atrás, no era capaz de moverlo, sabía que no podía perder mucho tiempo; volví a tirar con mucha más fuerza y me hice daño en la mano, pero el cerrojo retrocedió, saltando el casquillo y cargando de nuevo el arma. Hice el segundo disparo. Por segunda vez el cerrojo no respondía a la orden de mi mano, veía que el resto lo hacía más rápido. Nervioso  cogí una piedra y le di un fuerte golpe, volvió a ceder y volví a cargar, disparé otras tres veces con la misma angustia y los mismos problemas. Terminé de los últimos. El sargento estaba a mi lado.
            - ¿Terminas o qué?
            - Sí, es el último, mi sargento, - respondí .
            Respiré con alivio, dejamos el arma descargada en nuestro puesto de tiro y nos dirigimos a comprobar en el blanco lo que habíamos hecho. De los cinco tiros, cuatro estaban bastante juntos, el restante estaba un poco alejado, me libré de llevarme las hostias. El sargento se acercaba gritando y golpeando al que había fallado. Llegó a la altura del compañero que tenía a mi derecha. Era alto y estaba muy gordo. Sin mediar palabra, le miró a los ojos y le metió un puñetazo en el costado. Se retorció y agachó la cabeza; entonces, el H.P. 1 le engatilló en la cara. Le cogió por los pelos y le hizo mirar al blanco.
            - ¿Cuántos has juntado?
            - Ninguno, mi sargento.
            - Vete a tu sitio, coge el mosquetón, levántalo con las dos manos por encima de la cabeza y ponte a correr con aquel grupo.
            Yo estaba temblando, tenía cuatro disparos juntos pero no me fiaba, se acercó hasta mí, miró, torció el gesto, lanzó un gruñido
            - Bueno, vale.
            Le vi seguir, gritando y dando hostias. Era el sargento Torices, rugía como un toro, aplastaba al que tenía enfrente.
            Los que habíamos hecho un buen ejercicio de tiro tuvimos tiempo para comer un bocadillo, mientras el pelotón de los castigados corría por La Sahia. Observé a mi compañero. Estaba lejos, pero notaba sus gestos, su cara roja, su sudor constante, sus quejidos y sus frases. El bocadillo se me atragantaba.
            Formamos nuevamente, se incorporaron los castigados y nos pusimos a hacer ejercicios,  nos separamos por pelotones y empezamos a marchar y a hacer giros. No sé qué mosca le picaría al sargento, pero cuando llevábamos media hora de ejercicios, nos mandó agrupar y nos puso a hacer paso ligero, al mismo tiempo nos mandaba giros a derecha o a izquierda. Como eran muchos los que se confundían, comenzó a dar pescozones, y como seguían muchos equivocándose, el H.P. 1 se empeñaba en seguir hasta que saliese bien. Estuvimos mucho rato recorriendo la gran llanura de La Sahia de un lado a otro. Yo estaba ya muy cansado, echaba los pies mecánicamente, por inercia. Tenía toda la ropa mojada, estaba asfixiado. De repente, escuché los susurros de mi compañero.
            - ¡No puedo más! ¡No puedo más!
            Estaba rojo, con la boca abierta, chorreando espuma.
            - ¡Tírate al suelo! - le dije -, ¡tírate, no seas gilipollas! ¡Salte de la fila!
            Pero seguía, corría como un autómata, estaba agotado y se negaba a salir de la fila; yo le miraba, me volvía para llamar la atención, para que algún cabo se fijara en él. Ya no seguía el paso, era de locura, le iba a pasar algo y nadie le hacía caso.
            Por fin paramos. Respiramos. Mi compañero se cayó al suelo. Le dimos aire. Nadie acudía. Nadie se preocupaba. Sólo los de orilla le dimos aire hasta incorporarle. Estaba totalmente agotado. Todos nos cagábamos en la familia del H.P.  sin que tuviese ninguna culpa.
            Se hizo la hora de volver. Volvimos despacio, estábamos reventados, llegamos al cuartel y formamos frente al dormitorio. Entonces, Torices me dio una coz, dijo que estaba mal alineado. Era la primera vez que me pegaba, le miré con odio, se quedó con ganas de darme otra sólo por la mirada.