Carta  2
            A ti
            La llegada
“La milicia estriba toda en una áspera subordinación, poco menos rígida que la esclavitud que hubo entre los romanos”.
                                                                       José de CADALSO,  “Cartas marruecas”

             No sabría decirte con exactitud la sensación que he sentido en ese primer momento; en ese instante en que se pisa por primera vez tierra extranjera, esa tierra extranjera que también, según dicen, se llama España; en ese momento de la consciencia del engaño.
            En el mismo momento de bajar del avión y pisar tierra me entró una sensación tan extraña que me resulta imposible definir. Quizá empezaba a darme cuenta de que era cierto, de que no era un sueño, de que el servir a la patria se hace de verdad. Tenía sensación de vacío, me sentía prisionero, prisionero inocente; tenía sensación de impotencia; sentía la necesidad de mantenerme firme; sentía la distancia… Estaba desorientado.
Todas esas sensaciones en muy pocos minutos pasaban por mi mente sin coordinación alguna. Era espectador de una película mía, de la que yo no quería ser el protagonista.
            Es difícil comprenderlo si no se ha vivido vivido, y es difícil también explicarlo. Creo que mi primer sentimiento fue la añoranza. Mi imaginación voló, voló, en busca de la familia; voló en busca del hogar, la amistad, las personas, los lugares donde has crecido. Y la melancolía afloró, porque sintiéndome tan cercano, ¡me era imposible llegar! Sentía la imposibilidad de llegar hasta ellos en caso de necesidad, me sentí muy solo en un lugar muy lejano, llevado allí forzado y sin posibilidad de evitarlo.

            Fueron momentos breves, afortunadamente, enseguida, hablamos entre nosotros; en estos casos no hay mejor cosa que el diálogo, la conversación nos ayuda, nos evita pensar. Conversaciones que fueron rotas por las voces de quienes salieron a recibirnos. Escuchamos sus gritos, sus indicaciones: sus órdenes.
            Enseguida notamos el calor asfixiante, el aislamiento a que estábamos sometidos, el polvo que cegaba los ojos y el miedo a estar en un ambiente desconocido.
            Nos ordenaron subir a un camión que había ido a recogernos. En el poco rato que estuvimos esperando vimos por primera vez, deambulando de un lado a otro, a los saharauis; me produjeron una gran  extrañeza, tuve una sensación de inseguridad y una primera desconfianza hacia ellos contraria a mis principios. Paseaban ante nuestros ojos sin prisa, estaban seguros, conocían su entorno. Nosotros éramos los indecisos, los que mirábamos curiosos, los inseguros, los extranjeros.
            Nuestras inseguridades, nuestros miedos, se acrecentaron cuando, una vez puesto el camión en marcha, nos ordenaron esconder nuestras cabezas y no asomarnos, amenazándonos con la culata del mosquetón. Según se fueron desarrollando los acontecimientos, nos hicieron pensar que tendríamos que defender alguna fortaleza. Nos pareció que comenzábamos un juego de niños, pero nuestra condición de hombres nos decía cosas totalmente diferentes.
            Se me olvidaba decirte cómo eran las personas que salieron a recibirnos: iban uniformadas, vestían unos pantalones grises un poco bombachos y una camisa también gris, y en la cabeza llevaban una gorra. Unos llevaban en el hombro y en el frente de la gorra unas señales rojas. Otro, el que más mandaba, llevaba las mismas rayas y en los mismos lugares, pero de color amarillo. Con uno de ellos intentamos hablar y nos dijo que estaba cumpliendo la mili como nosotros, que llevaba ya nueve meses y que era cabo. Las rayas rojas significaban que era cabo. Para satisfacer nuestra curiosidad nos adelantó que lo más duro serían los tres meses de campamento y que después viviríamos mejor.
            Así, agachados dentro de un viejo camión, llegamos a un grandioso campamento, donde, después de atrasar una hora el reloj y de comer un poco, me he puesto a escribirte.