Carta  14
A Ana
Los Ahias
           
Me encuentro a gusto entre estas personas que al caer el sol dejan los deberes y uno tras otro salen a rezar. Es como si un toque de silbato divino les avisase y nada ni nadie les pudiese impedir salir al patio, dirigirse hacia el Sol, inclinar sus cuerpos y hacer sus oraciones.
            Me quedo solo con mi tiza y mi libro, y descanso. Es una experiencia humana que me agrada, me anima a reflexionar. En todas partes hay personas que piensan y viven según sus creencias y sus tradiciones, sus ritos son su sustento y su alegría de vida.
            Recuerdo las tradiciones de mi familia, la mayoría no las comparto, pero ahora entiendo que a ellos les ayuden a vivir. Las costumbres anidan en los corazones y sustituyen las ansias de cambio, se adueñan de los sentimientos y se convierten en la razón de ser.
             Pasados unos minutos, cuando terminan sus oraciones vuelven a coger el lápiz y a continuar los trabajos: una suma, una resta, un problema, un dictado,  un poco de lectura y... a descansar.
            No nos falta una buena sonrisa, una mirada alegre, estamos porque queremos, hacemos lo que podemos, nadie en esta hora nos manda, ningún superior nos vigila. La lista que me dieron el primer día quedó entre unas hojas olvidada. Sólo los primeros días intenté sin éxito repetir sus nombres para conocerlos, fueron los tres o cuatro que siguieron a aquel,  en el que el sargento Lille les hizo formar y en su lenguaje les debió de decir que, por su bien, para aumentar su cultura, debían apuntarse a la escuela, y uno tras otro engrosaron una interminable lista de nombres iguales: Mohamed, Sihamed, Brahim... Pero pasados esos primeros días y ante sus risas por mi mala pronunciación y mis problemas para aprender sus nombres, decidí olvidarla.
            Te cuento esto porque sé que te gusta. Te gusta la gente, toda la gente, la desconocida, la más humilde, la más llana; estoy convencido que te gustaría echarme una mano. Te imagino dedicándoles sonrisas, sonrisas dulces que se intercambiarían con las de sus caras morenas; tú también eres morena; cuando estoy aquí, en mis minutos de soledad, cuando salen a rezar, muchos días me acuerdo de ti, redacto en mi mente la carta que quiero escribirte, la adorno con las frases más bellas, con mis sentimientos sinceros y la dejo a punto para ser escrita, pero no siempre tengo tiempo de escribírtela; muchas veces llego tarde, es la hora de ir a cenar, y me quedo con mis ganas y mis pensamientos guardados para otro día.
            Hoy he encontrado ese rato que busco, y mis ideas se confunden con mis ilusiones, te veo cercana,  siento tus palabras invitando a cantar a esta gente. Les llamamos ahias. Ahia debe de ser un saludo, lo escuchamos cuando se cruzan con nosotros o cuando se hablan entre ellos. Están hacinados en un barracón peor acondicionado que el nuestro, hacen instrucción como nosotros, en otra esquina del campo; sus movimientos son anárquicos, nadie les da voces ni les chilla, tienen sus propios cabos y sus propios sargentos, se equivocan constantemente al hacer los giros. Parecen felices.
            Cuando nuestros mandos quieren enaltecer nuestro orgullo, cuando pretenden infundir en nuestro ánimo sentimientos racistas de superioridad, un sargento señalando al grupo de nativos que hacen instrucción anárquicamente nos dice:
             - ¿No os da vergüenza?  Hacéis la instrucción  peor que esos indios.
            Entonces me agarro a los sentimientos, a los recuerdos de nuestros paseos por el parque, a nuestras conversaciones de igualdad, de libertad y de paz, y no escucho, pienso en ti y en cómo contarte esta situación indeseada en la que nos encontramos. Gracias a ti, a que mis pensamientos no se apartan de ti, me mantengo firme, mantengo mis sentimientos. No cambio, me niego a cambiar aunque lo estén continuamente intentando.
            Se acaba el tiempo esta noche, la luz se apaga, seguiré en la sombra pensando en ti, te acaricio, te beso.