Carta  78

            A ti

            La excursión

           

            Por la noche el barracón de capitanía queda desierto, se marchan los administrativos y el machaca del capitán. Se van a dormir al pabellón de la plana mayor. Allí duerme también el encargado de la cantina, los dos encargados del comedor, el machaca del gobernador, los destinados en telecomunicaciones, Poli y Pedro, algunos cabos y unos cuantos agentes. Es el pabellón de los privilegiados, los que están rebajados de guardia, los que llegan más tarde por la noche, los que tienen destinos más llevaderos. En el otro pabellón duerme el resto,  que son los que más servicios tienen, los que patrullan por las calles, repartidos en tres turnos de ocho horas seguidas, los que hacen las guardias y  los retenes de guardia los días que libran de servicios. Este pabellón está en el último rincón del cuartel al lado de las duchas y los retretes.

             Martín se marcha también a dormir al cuarto donde se guardan los mosquetones, el cuarto que fue mi dormitorio durante varios meses. Duerme en una pequeña cama mueble y suele poner música antes de conciliar el sueño. Por la noche, todos se marchan del barracón de capitanía, sólo queda  el aliento, el aliento y los fantasmas: el aliento de las órdenes recibidas durante el día y el fantasma del capitán, del teniente o del brigada, que se han pasado la mañana y la tarde recorriendo los pasillos y vigilando nuestros trabajos. Queda la tensión vivida durante todo el día.

            En el barracón de Capitanía, al final del pasillo, en un cuarto al fondo donde se guardan la ropa, las balas, las bombas  y donde penetran todos los recuerdos y todos los fantasmas del día, está mi dormitorio.

            Y yo, dormido en la noche, soy su defensor. En caso de robo o de ataque, mi suerte sería la misma que la de las camisas, los pantalones, las guerreras, las mantas o las correas, que están en la estantería de la derecha; o los calzoncillos, las camisetas, las toallas, etc., que hay en al estantería de la izquierda.

            Las cuatro bombas de mano que quedan, que son inservibles, que llegaron no se sabe cuándo en una caja, que algunas fueron probadas y  que ninguna explotó, están arrinconadas en el almacén y forman mi cabecera. Van pasando de inventario a inventario como algo sagrado: el tesoro defensivo de la compañía. Cuando salen las patrullas a repartir el sueldo mensual a los agentes nativos que están en los puestos del interior, las cargan cuidadosamente, por si son necesarias, por si surge un ataque inesperado y hay que comprobar si alguna de las cuatro bombas de mano que quedaron de aquella caja que llegó un día y de las que ninguna no explotó en las pruebas realizadas, sirve ahora al menos para asustar al enemigo. El único que sabe utilizarlas es el teniente. A él le correspondería averiguar si sirven y él tendría que realizar la proeza de asustar al enemigo.

            En mi almacén, convertido en dormitorio, oigo el ruido de mis compañeros, los paseos por el patio en las noches de cabreo de algún sargento semana, y oigo el ruido de las olas, al estrellarse contra el muro del cuartel, que me arrullan y me anidan los sueños.

            Cuando la noche avanza, cuando el silencio es completo, mi mente vuela, mis sueños afloran, mis pensamientos incontrolados van contando los días que nos quedan,  y a mi imaginación se acerca el domingo. Mi primer domingo libre, mi único domingo con pase para poder salir vestido de paisano, mi cita amorosa.

 

            Y el domingo llega. Vestido de paisano, con pantalones vaqueros, camisa amarilla y una pequeña bolsa donde llevo un bañador y una toalla, me dirijo a la cafetería California a esperar a Sara. Habíamos preparado minuciosamente el encuentro. Camino, me miro y no me reconozco, soy un extraño en mi propio cuerpo metido, no recuerdo el tiempo que hace que no me veía vestido con ropa normal.

            Sara llega con sus ojos más negros que nunca, su melena suelta, un vestido ligero y una sonrisa abierta. Por primera vez, después de tres meses, nos vemos sin mi ropa militar  por medio, nos saludamos cara a cara, sin el mostrador de siempre. Nos besamos.

                  - Se me ha olvidado traerte el periódico, - me dice.

                 - Pero no se te ha olvidado tu sonrisa, tu maravillosa sonrisa de siempre.

            Desayunamos. Compramos las cosas necesarias para un día de excursión: unos refrescos, fiambres y sobre todo frutas, y comenzamos a caminar, a alejarnos del pueblo, a buscar el sendero que nos lleva a la playa.

            Cuando andando por la playa - una playa inmensa, donde no se ve el final, limpia, de aguas tranquilas - nuestras manos se rozan y se agarran la una a la otra sin saber de cuál ha partido la idea o de quién ha sido el deseo y nuestras miradas se cruzan, una sensación grata, un escalofrío, recorre todo mi cuerpo; más que mi cuerpo; todo se mezcla. Es como una corriente que de mi cuerpo va al suyo y pasa por la arena, y el agua, y el sol, construyendo una imagen fija, un esplendor sobre la arena.

 

            Caminamos cogidos de la mano, descalzos por la arena. Pasamos ante los pocos grupos de gentes que se encuentran en los primeros kilómetros de playa. Gente saharaui, niños desnudos, pequeños y morenos, que juegan en el agua; hombres viejos que arrastran una pequeña barca de donde sacan unos cuantos peces.

            Después, toda la playa es nuestra. Nuestros ojos solo alcanzan a ver agua tranquila y arena, sol inmenso y cielo completamente azul. Gaviotas y pájaros revolotean sobre las orillas. Y hablamos...

            Hablamos de lo bonito del día, del mar, de la playa, del calor, de la brisa, del periódico que nos unió, de nuestras vidas, de nuestros orígenes. Pero con nuestras miradas nos decimos más, se ven nuestros sueños y nuestras ilusiones.

            Nos tumbamos aprovechando un recodo, con los ojos clavados en la inmensa bahía. Hablamos de sueños, de realidades, de vidas...

 

            Su vida apareció inesperadamente. Fue el fruto de un amor prohibido y planteó un dilema a sus padres. Su padre no estaba casado con su madre, estaba casado con otra. Se había casado precipitadamente, y cuando sintió el amor, cuando encontró a la mujer de su vida era demasiado tarde. Estaba atado a la vulgaridad, a una vida de otros, a una vida que otros habían planeado para él. Se encontró casado en una sociedad de engaños, atada a las costumbres y al pasado y llena de miedos, de falsas libertades, de compromisos sociales, de interferencias familiares y de ausencia de libertad, de sentimientos y de amor.

            Cuando, inmerso en la rutina, encontró el amor verdadero, no pudo solucionar su futuro. La sociedad le cerraba el camino. Ninguna puerta tuvo abierta. Tuvo que escapar, huir. Y sólo encontró un sitio donde poder esconderse, un sitio en el que no preguntan el nombre, donde no preguntan quién  eres ni qué has hecho, un sitio alejado. Sólo la legión lo recogió, le abrió una puerta a la vida. Tenía una mujer a la que no quería, estaba atado a ella por las normas de una sociedad vieja, y tenía un amor descubierto tarde, un amor libre, hallado cuando sus pensamientos empezaron a ser libres. Pero era  tarde. Ya estaba casado.

            Y se enroló en la legión, ese cuerpo militar hermético. Allí nadie te pregunta, te pagan cuatro perras por prepararte para matar y nadie quiere saber nada. Allí se podía olvidar de su mujer y su estado. Allí podía vivir y mandar algo de dinero a la mujer que quería y a la hija que esperaba. Así podía olvidar el pasado y empezar el futuro.

            - Así vivimos hasta que tuve cinco años, –me seguía contando -. Mi padre, mandando dinero. Mi madre, escondida, apartada de la sociedad. Y yo, creciendo con penas y dificultades. Después surgió la oportunidad de alquilar el bazar, y la prensa y el tabaco dieron solución a nuestros problemas, pudimos juntarnos los tres y hacer una vida normal. Primero, fue mi madre quien trabajó en el local, ahora lo hago yo, nos hemos adaptado a este lugar y nos hemos acostumbrado a convivir con sus gentes.

            - Yo soy un prisionero torturado, - le dije -. Pero hoy soy otro, soy el otro, el que se quedó en el pueblo, el que no quiso acudir a la cita, una persona llena de sueños a la que dije: “Voy a hacer la mili y vuelvo. No cambies”.

            Una persona llena de sueños...

 

            Nos metimos en el agua, nos adentramos muchos metros, el agua apenas llegaba a cubrirnos el pecho, casi no se movía, estábamos muy alejados de la orilla y no se veía a nadie. Nadábamos, nos agarrábamos y nos abrazábamos, jugábamos con el agua y con nosotros mismos. En un momento, cuando nos quedamos quietos, nos miramos. Nuestros ojos se quedaron fijos los unos en los otros, no podíamos separar nuestras miradas y nuestros labios se acercaban..., nuestras bocas se juntaron y nuestro beso fue nuestro, ni del uno, ni del otro, de los dos, compartido, como las miradas, con la misma ternura y con la misma pasión.

            Y cuando nuestras manos comenzaron a moverse acariciándonos los cabellos..., la cara..., las cejas..., los hombros..., las orejas y el cuello, cuando quedaron entrecruzadas y apretadas fuertemente, y nuestras miradas empezaron a  recrearse en nuestros cuerpos..., comenzamos a ser plenamente felices.

            Tras su biquini mojado se traslucían sus pequeños  y tiernos pechos, erguidos, con su pezón ardiente. Se lo quité cuidadosamente y aparecieron sus senos temblorosos y bellos. Ella acarició con sus manos mi cara, nuestras miradas se volvieron a cruzar y, aguantando su mirada, apoyé suavemente mis labios en el pezón descubierto, mientras ella apretaba con sus manos mi nuca cada vez con más fuerza.

            Los pechos, con el agua a su altura, eran más hermosos. El agua sólo se movía lo suficiente como para acariciarlos, sus ondulaciones los hacían más atractivos. Sus manos se apoyaban en mi pecho. Nuestros labios rozaban suavemente la nariz, la mejilla, la frente del uno o de la otra...

            No pudimos aguantar más, tuvieron que aflorar las palabras:

            - Te quiero. Eres lo más bonito que me ha ocurrido.

            ¿Quién lo dijo primero? ¿Quién fue el primero? No recuerdo

            - Quiero tu voz susurrante, quiero tu cara morena, tu sonrisa fresca, tu mirada amada. Quiero el suelo por donde pisas, el agua que te acaricia y el aire que te envuelve.

 

            Nuestros cuerpos se juntaron, desaparecieron las pocas ropas que aún nos quedaban, y con nuestra desnudez nos acariciamos, nos acariciamos con todo, con las manos, con la boca, con la piel... con el sexo, que se juntaron haciéndose caricias interminables y dulces. Todo mi cuerpo pareció estar junto a ella, dentro de ella,  en ella. Penetramos el uno en la otra, la otra en el uno, como la sal en el agua, como el rayo de sol penetra en el aire.  Y la mirada, también penetró en nosotros y el gozo nos unió. Nos confundimos el uno con la otra, no distinguimos nuestros cuerpos ni distinguimos nuestros pensamientos, sentimos lo mismo: la excitación máxima, el cliímax, la extenuación, el suspiro largo... Y la arena, el agua, el cielo, el sol, giraron y dieron vueltas en torno a los dos y nuestros ojos se cerraron y nuestros cuerpos cayeron.

            Seguimos andando hasta llegar al faro. Se acabó la arena y aparecieron las rocas. Trepamos entre ellas, doblamos el cabo y nos asomamos a la otra orilla. Bravo, salvaje, con gigantescas olas que se estrellaban estrepitosamente contra las rocas, que expulsaban brumosa espuma, apareció el Atlántico.

            Daba miedo asomarse. Agachados, tumbados y cogidos de la mano, fuimos acercándonos hasta la orilla abrupta y rocosa. Antes, habíamos paseado por la orilla tranquila. Ahora habíamos ascendido y veíamos allá abajo el mar embravecido; antes, tranquilo y sereno; ahora, salvaje y ruidoso. Ante nosotros estaba, majestuoso y abierto, el Océano. Nos quedamos absortos contemplándolo. El desnivel era enorme, las olas chocaban con furia tremenda, el peligro era total, si te caías no tenías ninguna posibilidad de sobrevivir. El contraste con la bahía tranquila, por la que habíamos paseado horas y horas, donde habíamos unido nuestras vidas..., era absoluto. A un lado, el tormento, el mar bravío, el peligro, la amenaza; al otro lado, la calma, la serenidad, la tranquilidad, la paz, el sosiego y el gozo.

            Regresamos otra vez a la playa, volvimos a pisar la arena, comentamos lo majestuoso que era el Atlántico abierto y lo bello que era recogido y encerrado en su hermosa bahía. Caminábamos tranquilos cuando, sin decir nada, con toda normalidad, ella dio un salto y se subió en mi espalda. Sus brazos rodeaban mi cuello, sus labios rozaban mi nuca; se reía. Con sus pies me rozaba los muslos y me incitaba a andar más deprisa. Al cabo de un tiempo me hizo parar, se bajó, se despojó de la ropa que aún le quedaba, me quitó el bañador que aún cubría mi cuerpo y volvió a subir tranquila y gozosa.

             Ahora toda su piel me rodeaba. Sentía el calor de todo su cuerpo, percibía su aliento en mi nuca a medida que comenzaba nuevamente el paso, notaba el frescor de sus pechos acariciando mi espalda y la humedad de su sexo en mi cintura, sentía el latir de su corazón en mi espalda y las yemas de sus dedos acariciándome el pecho, notaba sus labios rozando los bordes del lóbulo de mi oreja, sentía el susurro en mi oído:

            - Corre, corre, ve un poco más deprisa, somos uno solo que anda en la vida.

 

            Saboreaba mi cuerpo con delirio. Su boca, era una ventosa que succionaba mi más íntimo rincón; su lengua, un pétalo de flor humedeciéndome el lugar más escondido de mi ser; y su pelo, la  esponja que secaba palmo a palmo el sudor de mi cuerpo sofocante. Corría desbocado sintiendo el peso de su gozo a mis espaldas, aliviado por sus gritos y susurros, gozando de su gozo.

 

             Me apretaba con fuerza: con las manos, el pecho; con las piernas, los muslos; con sus pechos, la espalda; con su cabello, el cuello. Y abrazándome así, estaba abierta a la vida, notaba su sexo despierto en mi espalda, lo sentía mojado y caliente, y sentía su jadeo en mi cuerpo:

             - Corre, corre, mi vida...

                 Y corría ligero, con la suavidad de llevar el amor a la espalda, chapiscando en el agua como un solo cuerpo. No sentía su peso; sólo su aliento; sus abrasadores besos, su lengua... que aparecía en el hombro, en la nuca, en la oreja, en el cuello; sus caricias con todo su cuerpo, que me infundían la fuerza para que mis pies, sin pensarlo, sin dudarlo, siguieran su ritmo frenético. Sentí la fuerza del amor cuando, desesperadamente, su boca buscó la mía, su cuerpo giró en torno al mío, buscando mi sexo para poseerlo, y caímos unidos acariciando el agua, el amor y la vida.

            Se volvió a parar el tiempo, se cosieron nuestros cuerpos, volvió el aire a ser compartido, el agua a ser una caricia común y el sol a penetrar por los poros de nuestra piel conjunta. Caímos los dos, como uno solo, en el agua salada. Volvió el suspiro y el aliento cortado. Fuimos una sola ilusión y una sola esperanza. Un sólo sueño.

            Regresamos por los mismos pasos, recorrimos nuestras propias huellas, vimos esconderse el sol. Volvimos a ver a los niños morenos recoger sus redes, descalzos, desnudos. Volvimos a pisar el asfalto. Nos despedimos serenamente. Ella, a su estanco, a despachar tabaco y vender periódicos. Yo, a mi celda, a dormir tranquilamente para seguir comprando día a día, calladamente..., el periódico.

            Los dos lo sabíamos. No había futuro. Éramos dos personas condenadas a vivir el sueño del momento.