Carta  75

            A Ana

 

            Cada vez queda menos y cada vez se hace más largo el camino, se nos hace eterno el tiempo. Ya empezamos a preparar el viaje y aún no sabemos el día de la marcha. Los rumores a veces nos hacen soñar y a veces nos hacen sufrir. Nos dicen que a finales de agosto estaremos en casa, que pronto tenemos que reservar los billetes. Paco Salmerón lo tiene ya todo previsto, los últimos salieron un treinta y uno de mayo, a nosotros nos corresponde un veintinueve de agosto. Pero hay días terribles que hablan de problemas; rumores crueles de conflictos en el interior del Sáhara, de presiones de Marruecos, de amenazas de prolongar nuestra estancia…

            La duda nos corroe por dentro, no tenemos noticias, sólo son rumores; la situación política en España no es clara, nadie nos asegura nada. Pero vemos los camiones de la Legión salir y volver, dar demasiadas vueltas por este desierto, que ya nos tiene demasiado atormentados. Comentan que hay enfrentamientos, que Marruecos quiere adueñarse del Sáhara.

            La propia gente saharaui parece distinta, anda más deprisa, nos mira con mayor desconfianza. A mi amigo Morgan también se le nota, ya no está tan alegre, ya no nos gastamos tantas bromas como antes. Su hermano Brahim, el que estudia en París, dice que todo el mundo sabe en Europa de la crisis de España, de su debilidad y de su inestabilidad política; que todo el mundo sabe que España quiere vender el Sáhara a Marruecos. Ahora le compro muchas cosas, estoy preparando la maleta, compro los regalos, no regateamos en el precio, tengo confianza en él. Se alegra por mi marcha. Le cuento mi vida en Madrid, mi vida en el pueblo, y se alegra, pero en su cara se lee la incertidumbre, está nervioso. Él me lo ha dicho muchas veces, no quieren a Marruecos como dominador. Se refleja en su rostro un final y un principio, nuestra marcha, si llega, puede ser el momento.

            Parece mentira... yo en un país invadido, haciendo amistad con la persona a quien compro los tapices, los relojes, las colchas. Yo, el invasor, haciendo amistad con el invadido, preocupado por su preocupación. Sólo quieren ser libres, que les dejen ser ellos. Me lo dijo muchas veces: “¿Por qué crees que estoy orgulloso de que mi hermano estudie en París? ¿Por qué crees que en cada familia unos trabajan mientras otro estudia en el extranjero? Estamos orgullosos de nuestro trabajo y de nuestro estudio, de nuestro sacrificio y de nuestra preparación. Tenemos gente licenciada en las mejores universidades de Europa. Cada familia tiene un hijo que ha estudiado o está estudiando fuera. Estamos capacitados para desenvolvernos solos. Todas las familias se sacrifican por que uno estudie. Queremos organizarnos solos, podemos hacerlo, tenemos gente preparada, su preparación es el esfuerzo de todos, por eso nos sacrificamos tanto”.

            Nos conocemos bien Morgan y yo. Él sabe que estoy tan preso como ellos, que me han traído forzado, que los considero iguales. Hemos hablado tantos ratos, nos hemos contado tantas cosas de nuestras familias, que hemos demostrado tener los mismos sentimientos aunque vivamos separados por miles de kilómetros.

Durante meses hemos compartido las primeras horas de la mañana, cuando él abría su tienda, el bazar Tokio, en la calle del Zoco, y yo hacía el camino recorriendo las diferentes Administraciones: Correos, Gobierno Civil, Capitanía General... Siempre paraba cinco o diez minutos en su tienda, antes de desayunar en la cafetería California. Los rayos de sol iluminan temprano su tienda. Hay que bajar un par de escalones, como en el estanco, él está preparando el mostrador, dando los últimos toques al escaparate para que sea llamativo, para que el que pase se pare, observe el regalo que estaba buscando y entre a comprarlo. Yo paso y saludo, él contesta con alguna broma:

             - Un día menos me queda de mirar tu cara, - le digo.

            - Cállate guripa, que sé de buena  tinta que no os licenciáis.

            - Voy por el billete, vienen en el avión de las doce.

            - Aún no has comprado el proyector y el tomavistas.

            - Ya sabes que eso lo dejo para la última semana. Te invito a un café.

            - Sabes que no puedo, yo te invito a té.

            - No gracias, prefiero mi café y mis porras en la cafetería de enfrente.

Y comentamos cómo se presenta el día.

 

            Pero ahora es distinto, se presagia el final, nuestras conversaciones denotan que se nos presentan caminos distintos, que nuestro adiós será un adiós definitivo, que tendremos problemas los dos, yo, para salir; él, para quedarse.

 

            ¡Qué mal se lleva el último mes!

 

            Espero besarte pronto.