Carta  67

             A ti

            Sara

       

            Ayala, Gárate y Becerra, los tres puñales de Juan Carlos Lorenzo, tuvieron la culpa. El Atlético, con Juan Carlos Lorenzo en el banquillo y una delantera de lujo, había ganado la liga y jugaba en Europa. En semifinales jugó con el Celtic Glasgow y firmó una página gloriosa. Habían ganado en el Calderón por un gol a cero y el partido de vuelta se presentaba terrible, el ataque escocés apoyado por su bulliciosa hinchada parecía dispuesto a cortar el sueño europeo del Atlético.

             En la furrielería, el cuarto donde se guardaban los mosquetones, las chirucas, los correajes, las ropas; el cuarto donde dormía Martín y que ocasionalmente servía de cuarto de música, de estudio de grabación, o de rincón apartado para esconderse y escuchar la radio; allí, seguí el desenlace del encuentro entre el Celtic y el Atlético. El Celtic atacaba y el Atleti se defendía. Echaron a uno, a uno de los nuestros, se quedó con diez, quedaba mucho partido, el locutor se entusiasmaba narrando la defensa heroica, yo seguía  nervioso los comentarios. Echaron a otro, a otro de los nuestros, se quedó con nueve, y quedaba bastante partido. El tiempo apenas corría, en cada minuto el locutor contaba montones de cosas, el Celtic cercaba nuestra portería continuamente, Ovejero y Heredia despejaban como podían todos los balones, el partido se hacía interminable. Se cumplió el tiempo, llegó la hora, pasaron los minutos de descuento y acabó el sufrimiento. El Atlético pasó la eliminatoria. Fue angustioso.

           

            Al día siguiente, en el paseo diario, en el recorrido desde el cuartel al despacho de correos para recoger los giros descubrí a Sara.

            Entré a comprar el periódico. Quería leer la noticia. Era un bazar pequeño, librería y estanco a la vez, había que bajar dos escalones. Bajé tan sólo un peldaño.

            Descubrí sus ojos negros. Tardé en pedir el periódico, me quedé cortado mirando su larga melena, su cara morena, su cuerpo escondido detrás de aquel mostrador del fondo, su leve sonrisa esperando la entrada del nuevo cliente... Al principio me pareció baja: Yo la veía desde arriba. Pero su cara, su sonrisa y sobre todo sus ojos me cortaron. No sé cuánto tiempo pasó hasta que por fin bajé el otro escalón y pedí el MARCA.

 - Es el de ayer, el de hoy no ha llegado, aquí llegan con un día de retraso.

- Bueno, me llevaré el de ayer y mañana vendré a por el de hoy.

 

            Martín fue el primero en descubrirlo, lo notó al verme salir todas las mañanas a las diez, muy bien aseado, contento, con una sonrisa en la cara que me delataba. Iba a la estación de correos a recoger los giros, pasaba por el estanco, le daba los buenos días, la miraba un momento, le pedía el periódico, pagaba, miraba otra vez y adiós. Siempre había un momento de pausa tras la primera mirada, entonces yo pensaba que ella notaba que me gustaba, y quería ser rápido y lento a la vez, quería que ese momento de corte durase y también que pasase rápido. Quería encontrar una frase que fuese la llave de una conversación larga, pero no la encontraba. Siempre me ocurría igual, pronunciaba las mismas palabras, con la misma lentitud, con la misma timidez, con la misma esperanza. Me quedaba la mirada, una mirada que me fortalecía durante el día, me mantenía alegre y despertaba la curiosidad de quien me veía.

 

            - Ya sé por qué vas todos los días a comprar el periódico. Ya sé lo que te tienes callado. Ya sé a qué se deben tus sonrisas diarias. Lo he visto en la cara de la estanquera. He pasado a comprar sobres y sellos y he descubierto tu secreto. Le he preguntado si ya había recogido el periódico un cabo de la Policía y me ha dicho que sí, y se ha sonreído, - me dijo Martín un buen día.

 

            El cine fue el siguiente paso. En él volvimos a encontramos; en él rompimos el hielo; en él intercambiamos las primeras conversaciones.

            El cine se hizo habitual para un grupo de nosotros. Martín, Poli, Salmerón,  a veces Rocamora y yo, comenzamos a adueñarnos de los pases para salir al cine. Los últimos reclutas habían llegado hacía varias semanas, la primavera avanzaba sigilosamente y nosotros, casi sin darnos cuenta, nos habíamos convertido en padres, habíamos conquistado el penúltimo eslabón de la cadena de la mili. Y como padres teníamos el privilegio del cine. La salida al cine por la noche en viernes, sábado y domingo se hizo habitual, incluso algún otro día nos escapábamos. No importaba la película, era una forma de huir del cuartel.

            En el cine encontrábamos todos los días a pistolos, a paracas, a legías, a soldados que huían de la rutina diaria. En el cine encontramos un día a Merce y a Julia, que eran hermanas de Manolo y de Ana. Manolo y Ana eran alumnos míos, les daba clase todos los días. Mi trabajo era la gratitud del Comandante Urbina a su amigo Andrés Pertierra. Pertierra era ingeniero de minas y de él dependía toda la explotación de fosfatos en Fos-Bu-Craa. Los fosfatos eran una de las dos fuentes de riqueza del Sahara, la otra era la pesca y los contratos con la URSS.

Yo simplemente las saludé y las presenté a Martín.

 

            Y en el cine encontramos también a Sara. Nos miramos. En un primer momento sólo nos miramos. Fue en el descanso, después del NO-DO, en el tumulto de la barra en torno a la que se amontonaba la gente para pedir el refresco antes de que comenzase la película. Nos vimos, había demasiada distancia para saludarnos, era preciso movernos el uno hacia el otro. No me hubiese atrevido si Martín de forma instantánea no hubiese dirigido sus pasos hacia ella.

            -¡Si está allí tu amiga la estanquera!, ¡preséntanosla!, - voceó.

            Martín caminaba en dirección hacia ella y yo no tenía más remedio que seguirle. Yo sólo dije: "¡Hola!" Ella sólo dijo: "¡Hola!" Pero Martín comenzó a exigir las presentaciones:

            - Tienes que presentarme a la chica más guapa de Villa Cisneros.

            No hubo presentaciones con la formalidad del ritual habitual, pero sí hubo apertura en la conversación, dijimos quiénes éramos y lo que hacíamos, lo que nos gustaba y lo hartos que estábamos de hacer siempre lo mismo. Llenamos los breves minutos del descanso con montones de frases. Martín puso la palabra; yo, la mirada; ella, la sonrisa. Martín irradiaba siempre la sonrisa, yo sembraba la curiosidad, el sentimiento y la duda.

 

            Desde nuestro encuentro en el cine los días y las noches cambiaron de significado. El día era el proyecto; la noche, el sueño. Al comprar el periódico, aparecían las frases más sugerentes y bellas, hacíamos planes y quedábamos para la noche. La noche era el cine. Las escenas se repetían y Sara se convertía en la protagonista. Comencé a disfrutar del dulzor de sus frases, del roce de su mano, de su invitación sugerente. Comenzamos a buscar las butacas seguidas, los rincones oscuros, la soledad de las sombras; comenzamos a escondernos del resto de la gente y a evadirnos pensando únicamente en nosotros mismos.

            Comencé a acompañarla a casa, a percibir el contacto de su mano como la más agradable caricia, a sentirme acompañado, a rozar su mejilla con la mía, a disfrutar de los primeros besos.