Carta 65
A ti
Martín
Ayer Martín me compró el periódico.
No pude salir del cuartel en toda la mañana y él me lo compró.
A medio día entró silbando, muy
sonriente, y me dijo:
- Pero, ¡cómo puedes ser tan cabrón,
todos los días comprando el periódico y no le has dicho ni cómo te llamas! Entro en el estanco y le digo:
-¿Me das el periódico de
tu amigo Toni?
- ¿De qué Toni?,- me
responde.
-
¿No me digas que no te ha dicho todavía cómo se llama?
- No, no sé de quién me hablas.
-
Pues del que está loco por ti, el que todos los días viene a comprar el periódico sólo por verte. ¿Pero es verdad
que no te ha dicho cómo se llama? Pues yo me llamo Martín y, si no te gusta él,
estoy a tu disposición. Y tú, ¿cómo te llamas? Si no quieres que se
lo diga, no se lo digo, ¿eh? Me lo dices sólo a mí y vosotros continuáis en el
anonimato.
Se echó a reír. Me dijo que se
llamaba Sara y que sí, que había un cabo de la policía, muy calladito él, que
iba todos los días a comprar un periódico deportivo.
¡Muy calladito él! ¡Qué cabrón!
Martín, el furri, el dueño del ropero, decía que estaba loco, que le había cogido muy
pronto el siroco, que tenía que coger unos días de permiso para ir a Madrid y
echar un polvo a su novia antes de dejarla, porque las mujeres estaban todas
muy buenas y el no tenía la culpa de que le gustasen todas.
Llegó a Villa Cisneros un remplazo,
- tres meses -, después que yo. Cuando llegaron, nosotros dejamos de ser guripas y les pasamos a ellos ese
calificativo. De Segovia llegaron Poli y él. Los busqué una tarde mientras
lavábamos los pinreles, les di
algunos ánimos y me ofrecí a echarles una mano, si la necesitaban. Hice lo
mismo que hicieron conmigo. Cuando yo llegué, Ginés salió a mi encuentro y me
echó una mano. Con nuestra llegada los de su remplazo se hicieron abuelos: los
más veteranos del cuartel, los que licenciábamos con nuestra presencia, los que
comenzaban a preparar las maletas, porque ya "olían a rancio de tanta
mili". Ginés se convirtió en el abuelo de Segovia y ejerció como tal
conmigo cuando llegué a Villa Cisneros. Ahora Ginés ya se había ido y yo busqué a los guripas de Segovia. Los conocí una tarde en el lavadero y desde ese
momento iniciamos los tres una buena amistad.
Por aquellas fechas me retiraron del
servicio de tráfico, porque no era competente: no llegué a poner ninguna multa.
Coincidió también con la llegada del Rata.
Ricardo Segura, el Rata, era un
lince, llegaba del Aaiún y era un verdadero guardia de tráfico. Nunca supe si
realmente era esa su profesión, pero lo cierto es que tenía un olfato especial
para saber quién circulaba sin permiso, quién tenía los faros rotos, quién no
había pagado el impuesto de circulación o quién conducía sin el carné. Con su
llegada todo cambió y el servicio de tráfico se convirtió en unos ojos vivos
que martirizaban a los pocos vehículos de la ciudad, sobre todo, a los
saharauis, que circulaban por el interior del desierto sin carnet y sin conocer
señal alguna y que, cuando venían de paso por la ciudad para hacer sus compras
o visitar a algún familiar, caían irremisiblemente en las garras del Rata.
Su eficacia hacía más visible mi
incompetencia. Por eso me cambiaron, me mandaron a hacer servicio en el aeropuerto.
Tenía que llevar el control de la gente que entraba y salía. En el aeropuerto
estuve poco tiempo, enseguida me ascendieron, me hicieron cabo, y me dieron
mayores responsabilidades: me hicieron encargado de la furrielería y del
armamento.
Debía tener el control de todas las
armas, debía saber en cada momento dónde se encontraban los cuatrocientos
mosquetones mauser, los cuatro cetmes, las veinte granadas de mano, los
veinte cartuchos para cetme y las
tres cajas de munición de dos mil balas cada una. Todos los meses debía hacer
un inventario detallado del armamento y la munición. El armamento estaba
perfectamente distribuido, a cada agente de la policía se le asignaba un
mosquetón con su número respectivo. Con él hacía el servicio, lo cogía del
cuarto de armamento cuando comenzaba su turno y lo dejaba cuando terminaba;
tenía que dejarlo en su sitio, en el número que le tenía asignado. Tenía que
controlar también los números de los mosquetones que estaban en Tishla, en
Argud o en La Huera. A cada agente de policía de los que estaban destinados en
estos puestos se le asignaba un mosquetón con un número concreto, que yo nunca
había visto, pero que mi antecesor, el cabo Mamberto, me dejó reflejado en un
listado cuando él se licenció y me tocó a mí ocupar su puesto. La munición tenía
que ser también meticulosamente controlada, se contaban hasta las balas que se
gastaban en los ejercicios de tiro. Se tenían que recoger los casquillos y se
devolvían al polvorín cuando íbamos por cajas nuevas. Entre mis obligaciones,
figuraban también las de pasar por correos y telégrafos y recoger la
correspondencia y los giros.
A los pocos días de ocupar yo el
puesto de furriel me mandaron de ayudante a Martín, él se debía de encargar de
controlar la ropa y yo reducía mi trabajo al control del armamento, aunque todo
el trabajo estaba bajo mi responsabilidad por ser yo el cabo, y bajo las
órdenes directas del brigada Clavijo.
La llegada de Martín cambió
radicalmente los estados de ánimo. A los pocos días ya sabía las novias que
tenía, los polvos que había echado a
cada una, las putadas que había hecho
a todas y las intenciones de buscarse nuevas aventuras en cuanto regresase de
hacer la mili. Tenía conocimiento
exacto de toda su familia, de lo que cada uno hacía y de lo que habían hecho en
su vida. Y es que él mismo lo decía: "Tenía mucho rollo". No se podía
estar callado un momento, acompañaba sus palabras con una media sonrisa irónica
que hacía de su semblante y de su persona un ser extraordinariamente agradable.
Quería mucho a su última novia. No se
la merecía, nos decía continuamente. En ocasiones le escribía todos los días,
le mandaba cartas tiernas llenas de amor y de dulzura y después se pasaba
semanas enteras sin escribirle. Cuando decidía retomar la correspondencia, era
para echarle una bronca tremenda por sus quejas. Le decía que había estado de
patrulla recorriendo todos los puestos de la Comandancia; que había ido a repartir comida, sobre todo
azúcar, y ropa; que había pasado hambre; que había sufrido varias emboscada de
guerrilleros en medio del desierto y que, a su vuelta, desolado, comprobaba que
sólo tenía cuatro cartas con quejas y lamentos.
Martín se metía en mi vida con tanta
intensidad como nos hacía partícipes de la suya.
- Hoy he visto a tu novia, - me
decía -, me ha dado recuerdos para ti y me ha dicho que o te decides pronto o
se viene conmigo.
Yo apenas le hacía particípe de mis
aventuras. Le hablaba alguna vez de las amigas y de las cartas, le hablaba de
Ana sin aceptar nunca que fuese mi novia, le contaba mis dudas y le leía
algunas veces alguno de sus poemas y algún párrafo de alguna de las cartas que
yo le escribía. Una vez le leí una en la que la desengañaba de cualquier
esperanza de noviazgo a la vuelta.
- ¡Qué maricón eres!, - fue su
respuesta-. Pero ¿cómo puedes escribir eso?
De Sara no le contaba nada, sólo le
decía que estaba más guapa cada día y que no le permitía que volviese a
comprarme el periódico.
- El periódico lo compro yo todos
los días, - le dije en una ocasión -. Si
quieres ir tú a verla, compra otro periódico para ti o ve a comprar tabaco. Si
quieres mujeres, te puedo presentar a las dos hermanas de mis alumnos. A esas
te las dejo para ti; y están también muy buenas, pero a la estanquera ni me la
toques.
- Acepto lo de las dos hermanas, el
primer día que vayamos al cine me las presentas, pero lo de Sara te lo vuelvo a
repetir, o te decides pronto o te la quito.
Martín tenía siempre la última
palabra, era imposible acabar una conversación sin que fuese él el que dijera
la última frase.