Carta 59
A ti
La
clase particular
- Ovejero, te llama el capitán Urbina.
El cabrón de Paco, después de la
clasificación del Atlético frente el Celtic de Glasgow, siempre me llama Ovejero. Paco es del Rayo, es vallecano,
por eso, cuando llegué con el Marca aquel
día, y el titular decía: "Ovejero salva al Atlético", " El Celtic se estrella contra la
muralla rojiblanca". Dejó de
llamarme Orejudo para llamarme Ovejero.
Ovejero era el defensa central del equipo, era rápido, iba
bien de cabeza, sabía estar colocado en el campo, ordenaba la defensa, pero,
sobre todo, era duro. Leñero era el
calificativo que le dedicaban los adversarios. "Cuando Ovejero entra, ya
puedes echarte a temblar porque alguna pierna se lleva por delante",
afirmaban burlonamente los forofos de los otros equipos.
Pero ese año el Atlético se imponía
en Europa, había dejado en la cuneta al Cagliari italiano, había sentado
cátedra en el césped José Eulogio Gárate, - el ingeniero del área -, ¡Qué elegancia
la suya! Llegaba magistralmente hasta la línea de fondo, allí donde comienza el
área chica y donde está a punto de finalizar el campo, y sacaba un pase de la
muerte, una diagonal perfecta desde ese pico del área hacia el punto de
penalty, y allí aparecía Luisón, - el
zapatazos-, para poner su cabeza y meter el gol.
Si la defensa era fuerte, y se la
podía criticar de dura, la delantera era fina, estilista, los tres puñales, -Gárate, Ayala y Becerra-,
y el maestro organizador, –Luis-, formaban un ataque de lujo.
Entre los cuatro hacían las jugadas
mas preciosistas, sus movimientos, sus permutas constantes, desconcertaban a
las defensas más seguras, y Gárate recibía los más severos marcajes. De los
tres puñales él era el más técnico; por eso era el que más veces estaba en el
suelo; por eso, era el que más tiempo estaba lesionado; por eso, si Ovejero era duro, más duros eran los
defensas contrarios cuando buscaban la pierna de Gárate. Su especialidad era la
cabeza, era fino y elástico, saltaba por encima de todos. Cuando el magistral
Luis centraba desde la izquierda o desde la derecha, la cabeza de Gárate salía
al encuentro del cuero, lo buscaba, lo encontraba, daba el testarazo adecuado y
lo enviaba al ángulo opuesto. Y si el
portero estaba adelantado y el pase le llegaba un poco retrasado, su cabeza
acariciaba el balón y muy suavemente salía en vaselina, sorteaba las manos del
desesperado portero y se introducía en la red.
Pero, ante el Celtic, el Atlético se
vio acorralado, expulsaron a uno, expulsaron a otro, y tan sólo con nueve
defendió bravamente la ventaja que llevaba de Madrid. Se quedó asfixiado, pero
se clasificó para la gran final, su primera final en la copa de Europa. El
contrario, el otro finalista, era el Bayern de Munich.
- ¡Ovejero, que te llama el capitán,
no le hagas esperar!
Y el capitán esperaba sentado a su
mesa, y yo aparecí con la gorra en la mano.
- ¿Se puede, mi capitán?
- Adelante
- ¿Me llamaba, mi capitán?
- Sí, descanse.
- ¿ Ordena alguna cosa, mi capitán?
- Tú eres maestro, ¿ no?
- Sí, mi capitán.
- Pues un ingeniero de minas, amigo
mío, que trabaja en FOS-BUCRAA, necesita un profesor particular para sus dos
hijos menores y me ha preguntado si había algún maestro en la compañía. Le he
dicho que esta misma tarde le enviaría a uno. Así que a eso de las cinco te
presentas en esta dirección y dices que vas de mi parte. ¿De acuerdo?
- Sí, mi capitán.
¿ rdena alguna cosa más?
- No, nada más.
- A sus órdenes mi capitán.
El ingeniero tenía tres hijas y un
hijo. Las dos hijas mayores estaban en edad de gustar, tendrían alrededor de
veinte años la mayor y unos dieciocho la segunda. Los dos pequeños, a los que
debía dar clases, hacían sexto y cuarto de EGB. Ana Mari tenía doce años y
Manolo diez. Eran mis alumnos impuestos. A pesar de dar las clases por "una
orden" y para satisfacer las relaciones sociales del capitán, estas comenzaron
a proporcionarme dinero y tiempo de libertad.
A las cinco de la tarde, cuando el
calor empieza a mitigarse y el aire
comienza a traer la primera suavidad del mar, yo salía del cuartel caminando
por una amplia avenida paralela a la playa y me dirigía a la zona residencial
de Villa Cisneros. Era una zona situada detrás de la plaza Mayor, que estaba
constituida por un núcleo no muy grande de casas donde residían los altos
cargos militares y las familias de mayor prestigio social. Las casas eran
blancas, de una o dos plantas, no excesivamente grandes, pero sí lo suficiente
como para marcar las diferencias con el resto de la ciudad: para dejar claras
las diferencias. Todas tenían un patio de entrada adornado de flores y plantas
exóticas, no había suciedad por las calles, ningún saharaui habitaba en esa
zona.
Eran los primeros días de primavera
y las tardes comenzaron a ser un refugio para mí. La clase estaba perfectamente
organizada, la madre me dijo lo que tenía que enseñar a sus hijos y cómo lo
debía hacer. Debía ayudarles a realizar las tareas que les mandaban en el
colegio y reforzarles en sus conocimientos de Matemáticas y de Lenguaje para
que finalizasen el curso con brillantez. Los niños debían de tener bien
aprendida la lección, pues colaboraban adecuadamente diciéndome lo que les
tenía que explicar cada día. Se notaba perfectamente que estaban acostumbrados
a que un profesor particular les ayudase en sus estudios todos los años durante
los dos últimos meses del curso. Como no eran torpes y lo que pretendían era
terminar el curso con mejores notas, nos entendimos muy bien desde el
principio. Ellos no eran exigentes conmigo
y yo no tenía que preocuparme de innovaciones ni de nuevos métodos. Tenía
simplemente que limitarme a cumplir su objetivo y de paso aprovecharme de una
situación que, aunque impuesta y vejatoria, no dejaba de tener extraordinarias
ventajas sobre el resto de actividades que se realizaban en el cuartel.
Aprovechaba al máximo el tiempo y
todas las nuevas oportunidades que se me ofrecían. Me alargaba un poco en mi
horario para tener satisfechos a los padres. Les hacia más fáciles y agradables
los últimos minutos de clase para que no protestasen los alumnos por la
ampliación del horario y yo conseguía realizar mi camino de vuelta a esa hora
en la que el sol estaba a punto de esconderse y caminar por la avenida que
bordea la playa se convertía en una delicia. Andaba mirando al sol, lo veía
reflejarse en la bahía, aspiraba la brisa que comenzaba a aparecer refrescando
la tarde y llegaba contento al cuartel justo un poco antes de pasar a cenar.
No conocí al padre en los pocos
meses que estuve de profesor particular, sólo a la madre que en tres ocasiones,
con frialdad exquisita, me tendió un sobre con la gratitud oportuna. La
gratitud oportuna, exenta de regateo, fue cada mes tres mil pesetas, que me convirtieron ante los demás en una
persona afortunada, libre de servicios desagradables y agraciado con el dinero.