Carta  55

            A ti

            La mantelería y el reloj.

 

            El primer envío fue un paquete pequeño, cosido con esmero la tarde de un sábado, escondido en el cuarto donde se guardan las armas. Me habían cambiado de destino y entonces estaba encargado de cuidar del armamento. Me habían asignado una habitación especial donde pasaba la mayor parte del día. Por las mañanas a primera hora entregaba los mosquetones a los que entraban de guardia y se los recogía a los que la terminaban. Después llegaban los que hacían noche vigilando los diferentes organismos a los que la Policía Territorial debía proteger: el Gobierno Militar, la Oficina Central de Telecomunicación, el puerto, la Oficina del Censo... llegaban, dejaban el mosquetón y se iban volando a coger la cama. El cuarto armero se convirtió poco a poco en mi pequeña casa, era una zona reservada únicamente para mí, debía estar siempre limpio y yo debía hacer la limpieza.  Dormía por las noches en una cama mueble que hacía y deshacía diariamente. Allí escribía las cartas y allí comencé aquel sábado a coser paquetes.

            Busqué una cajita pequeña y metí dentro el reloj envuelto en montones de papeles de periódicos, envolví la cajita con un papel de embalaje y busqué una tela blanca y resistente para recubrirla y hacer el paquete. Fui cosiendo lentamente los bordes de la tela y una vez terminados puse la dirección de mi casa. La escribí dos veces: una iba escrita sobre la tela en uno de los laterales, la otra iba escrita en un trozo de una cuartilla blanca, que después cosí cuidadosamente en la cara anterior del paquete. Por la parte posterior, puse el remitente.

            El primer envío fue el que más preocupaciones me dio. Lo hice a mi casa pensando que si salía bien lo podría repetir más veces, mientras que si salía mal, las pérdidas se quedarían entre la familia. Me habían pedido mis padres y mis hermanas que, aprovechando las circunstancias, hiciese lo posible por mandarles un reloj o alguna cosa de las que por aquí se compraban bastante más baratas. Me dijeron que conocían a algunos que habían hecho la mili en África y habían enviado cosas. El reloj era lo más adecuado para comenzar esa aventura, era pequeño y costaba relativamente poco. Aprovecharía la fecha de su cumpleaños para hacer a mi hermana el primer regalo desde África. Me habían mandado desde Segovia un giro y yo había regateado con Morgan hasta conseguir que me sobrara dinero suficiente para cubrir mis gastos durante unas semanas.

            Les escribí diciéndoles el día que les enviaba el reloj y les pedí que inmediatamente después de recibirlo me lo comunicasen. Tardé  unos quince días en recibir la confirmación de que el paquete había llegado perfectamente, que no había habido ningún problema y que el reloj les había gustado mucho.

            Después, fue una mantelería; otro reloj, a la otra hermana; otro, a una tía; otro, a un primo, y así una larga lista de envíos que me fueron proporcionando agradecimientos y que al mismo tiempo me permitían una vida de relaciones sociales holgada.

            La tienda de Morgan se convirtió en un lugar muy frecuentado, a medida que le compraba más cosas, las rebajas se hacían más considerables, los regateos duraban menos tiempo y la amistad se iba fortaleciendo.