Carta 48
A
ti
La
Zoila
- Los jefes se la follan gratis. Los
guripas os tenéis que conformar con que os haga una paja,- nos decían.
La vimos el día doce de octubre por
primera vez. Era la fiesta de la Policía Terrritorial y en el patio, al
atardecer, se organizó un festival de cante y baile saharaui. Habíamos comido
bien, una comida especial en honor a la patrona: comenzamos con marisco,
seguimos con pescado y con un buen filete y terminamos con copa y puro. Por la
noche, bailó la Zoila. Nos habían hablado tanto de ella, que la esperábamos con
gran expectación. Llegó acompañada de media docena de niñas que no tendrían más
de doce años. Bailaban para la Policía Territorial. Les habían pagado para eso.
Bailaban para todos, pero sobre todo bailaban para los jefes. Sus bailes alegraban nuestros ojos y despertaban nuestros
sentidos. Envueltas en múltiples velos movían sus cuerpos al son de la música
árabe, el ritmo de sus caderas encendía la llama amorosa en nuestros cuerpos,
sus brazos desnudos asomaban lanzados al aire en la noche estrellada llamando
al amor y la vida, los velos iban desapareciendo poco a poco, y sus cuerpos se
iban ofreciendo jugosos, hermosos y bellos. Eran sólo niñas, pero eran
demasiado hermosas ante tanta gente, tan sola y tan sedienta. En el rito del baile
se ofrecían como el jugo fresco anhelado por todos y el recuerdo de alguien en
tierra lejana venía a nuestras mentes. Y mientras las niñas seguían moviendo
sus caderas, moviendo su vientre, se encendía en nosotros el deseo del gozo.
Se fueron retirando las niñas y fue
apareciendo la Zoila. Una silueta envuelta en finísimos velos, alta y hermosa,
sustituía a los cuerpos frágiles, pequeños y débiles de las bailarinas niñas.
Un cuerpo maduro, de proporciones justas, iba apareciendo ante nuestros ojos a
medida que un velo caía. Aparecieron primero las manos, que eran lanzadas al
aire invitando a la caricia con infinitos movimientos, más tarde quedaron
descubiertos los brazos, una pierna larga aparecía entre velos y se volvía a esconder, la desnudez de sus hombros
apareció al ritmo de suaves melodías. La danza mora escondida entre pañuelos de
seda embriagaba nuestras mentes. Nadie hablaba, éramos un batallón expectante,
cada velo que caía, cada trozo de cuerpo que quedaba desnudo era devorado por
nuestras miradas ardientes. Cuando aparecieron sus pechos fueron acariciados
por cientos de miradas ansiosas, su
cuerpo desencadenado de los suaves velos, era apretujado con ímpetu por todos nosotros al son de sus bailes.
Penetramos todos en ella cuando su cuerpo quedó ante nosotros completamente
desnudo
Era lo único que teníamos, un
cuerpo, una noche estrellada y una mirada ansiosa. Llevábamos demasiado tiempo
apartados del mundo, más de cuatro meses alejados de la vida, apartados del
amor y del sexo, con fuego en las entrañas y sin agua para refrescarnos. Así se
presentó la Zoila a los agentes del tercer reemplazo de la Policía Territorial
con destino en Villa Cisneros, la vimos cercana y distante, la vimos aparecer,
bailar, y desaparecer. Comenzó a formar parte de nuestros sueños eróticos.
Comprendimos la leyenda y tuvo sentido lo que nos habían contado los cabos, los
sargentos, los padres y los abuelos.
Una tarde de domingo nos dominó la
curiosidad y quisimos comprobar el sueño. Paco, Rocamora, Almendros y yo, tomamos
el camino prohibido, nos introdujimos en el barrio musulmán, buscamos la casa,
vimos el espectáculo de los niños desnudos. Los vimos meando en la calle,
llenos de pupas, de mocos y moscas. Vimos las casas pequeñas y bajas, las
calles estrechas, las mujeres y los hombres andando descalzos, nos fuimos
adentrando en el corazón del barrio árabe. Nos encontramos con soldados pistolos, soldados paracas, soldados legias,
merodeando por el lugar del deseo.
Encontramos
la casa de la Zoila, la reconocimos porque de ella salían oficiales y jefes
abrochándose la bragueta que nos miraban con ojos feroces. Eran fieras salvajes
desvirgando niñas indefensas que, al verse sorprendidos por sus subordinados,
nos dirigían miradas de amenazas y de odio. Nosotros les saludamos
reverentemente al tiempo que el miedo y el arrepentimiento penetraba en
nuestras mentes.
Su casa era una gran jaima con una sala en el centro y varias
habitaciones alrededor. Entramos y preguntamos si podíamos ver a la Zoila. Una
mujer vieja nos mando esperar:
- Para ver a la Zoila tendréis que esperar un
ratito.
La sala central era la zona de
espera, allí nos quedamos un rato. De las habitaciones que la rodeaban salía de
vez en cuando algún militar.
De una de ellas salió un capitán
satisfecho abrochándose el cinto. Nos cuadramos, saludamos.
- A sus órdenes mi capitán.
Detrás salía una niña con la mirada abatida
que llevaba una palangana para lavarse.
La escena me conmovió. Dejo en mí un
sentimiento de odio y desprecio hacia el violador y una sensación de ternura
hacia la niña que no se atrevía a levantar los ojos del suelo. Me sentí intruso
en un lugar vergonzoso y maldito, desaparecieron todos los pensamientos
morbosos y pedí a mis compañeros abandonar el lugar.
No hubo comprensión en ninguno.
Rocamora se limitó a decir:
-Estos hijos de
puta se follan a todas las niñas del Sáhara.
Almendros
comentó:
- Lo jodido es que las niñas están reservadas para los
jefes.
Paco
Salmerón pensando que mi preocupación era la de ser castigados dijo:
- No os
preocupéis, que con la Policía Territorial no se meten los mandos de los otros
cuerpos, y si aparece algún jefe nuestro, no se atreverá a decir nada porque no
sabría justificar el castigo, además se denunciaría él mismo.
Vimos la escena repetida varias veces
con protagonistas diferentes. En todos la misma cara altiva, en todas la misma
mirada baja.
La Zoila nos recibió rodeada de
velos y mantos. Nos dijo que ella ya no follaba y que sus niñas no podían ser
para nosotros. Nos dijo que sólo nos permitiría que la tocásemos lo que
quisiéramos y que lo hacía porque éramos policías porque con el resto de
soldados no tenía esa consideración.
Las manos presurosas de mis
compañeros comenzaron a palpar minuciosamente las partes más delicadas de la
Zoila, sus rincones ocultos. Eran múltiples manos presurosas y torpes buscando
un destino, se entrecruzaban las unas con las otras. Sus muslos, sus pechos,
sus genitales y todo su cuerpo era acariciado por personas hambrientas. Yo
permanecí inmóvil, observando, me había detenido en los pensamientos y mi
cuerpo había quedado parado. La Zoila, pensando que era timidez lo que me
ocurría, me cogió una mano para acariciar su cuerpo y noté, entre el calor de
sus muslos, el hielo de la distancia y del insensible gesto; un escalofrío por
todo mi cuerpo.
No conocí el amor con la Zoila; sus
carnes fláccidas, su piel curtida sólo despertaban sentimientos tiernos,
fraternales o maternos. Íbamos buscando una ilusión y sólo encontramos la
agresión del opresor a la víctima, las violaciones de niñas inocentes, el abuso
del violento, la indefensión del pobre oprimido, la impotencia del soldado
preso y el tacto hiriente, cortante, intranquilo de unos genitales
sorprendentemente afeitados.