Carta  43

            A ti

            Morgan

 

            Cuando compré el primer reloj en el bazar Tokio no supuse que  Mohamed Sidi Brahim,  Morgan, su dueño,  pasaría grandes ratos hablando conmigo y que con el tiempo sería una de las personas con las que entablaría una mayor amistad.

            José Luis era el cabo de tráfico, él era quien ponía las multas si los coches estaban mal aparcados, si no les lucía un intermitente o si no tenían la documentación en regla. La verdad es que más que poner multas charlaba con la gente. Conocía a todos los comerciantes del Zoco, entraba en todas las tiendas, saludaba a todos por su nombre, les ofrecía una franca sonrisa y les avisaba si alguna cosa no tenían en regla. Lo cierto es que las multas que ponía eran mínimas, debía ser muy grave la infracción para que el cabo de tráfico utilizase el talonario y multase.

            Yo formaba pareja con el cabo José Luis como agentes de tráfico. Vigilar la circulación acompañándole fue mi primer destino en Villa Cisneros después de haber pasado unos quince días limpiando hasta el último rincón del cuartel y desatolondrándonos de la Jura Mulana. Acompañarle fue un alivio, significó comenzar a conocer la ciudad y alejarme del cuartel y del peligro que suponía estar cerca de algún jefe. Por eso me envidiaron los compañeros, los que se quedaron haciendo limpiezas y guardias. José Luis me animó desde el primer día:

            - Estar en la calle siempre es más distraído y menos peligroso que   quedarse en el cuartel, - me decía.

 

            Comenzábamos la jornada desayunando en la única cafetería decente que había: California. Después paseábamos observando minuciosamente cómo la ciudad se desperezaba, cómo abrían los primeros comercios, cómo circulaban los primeros vehículos, cómo caminaba la gente a sus trabajos, cómo se cruzaban los primeros saludos y las primeras miradas. Observábamos la tranquilidad de los musulmanes y la comparábamos con la premura de los europeos, cada cual llevaba su ritmo de vida, cada uno llevaba un ritmo al trabajo. Los musulmanes se paraban y se saludaban larga y efusivamente, los europeos con un: “¡hola y adiós!” tenían suficiente.

 

            Después del desayuno y en uno de nuestros primeros paseos por el Zoco, José Luis me presentó a Morgan.

            - Si quieres comprarte un reloj, aquí es donde más te pueden engañar - me dijo.

 Morgan al mismo tiempo que saludaba y contestaba diciendo que a los de tráfico casi se los regalaba, preguntó:

            -¿ Y este quién es? ¿Un nuevo guripa? Para los guripas tengo precios especiales.

Y me enseñó el catálogo de relojes que marcaban entre cuatro y cinco mil pesetas, al mismo tiempo que me preguntaba:

             - ¿Cuál te gusta para ti?  Cuál te gusta para regalar a tu novia?

 

            Y comenzó el ritual de la compra. José Luis me decía:

             - Aprovecha que el primero que venden es el más barato, si no venden pronto les da mala suerte.

 Morgan preguntaba:

             - ¿Pero tú… cuánto estás dispuesto a pagar?

Yo sólo miraba.

             -¿Pero quieres comprarte un reloj o no? -, insistía Morgan.

Respondí que sí, que tenía que comprarme un reloj porque el que llevaba era viejo y tenía la correa medio rota. Pero tenía cariño al primer reloj, aunque me comprase otro,  no me desprendería del Forsam que me regaló mi padre cuando aprobé cuarto y reválida. Le costó cuatrocientas pesetas, me lo regaló con el orgullo y el presentimiento de que su hijo sería un día maestro. Había aprobado todo, había sacado el bachiller y el siguiente curso comenzaría magisterio. Necesitaba un reloj para medir el tiempo, para medir los tres años que duraría la carrera. Era una tarde de junio, en Segovia, tenía quince años y en aquellas cuatrocientas pesetas estaba el esfuerzo, el tesón de una familia para que su hijo estudiase.

            - Me gusta este, pero es muy caro.

Marcaba cuatro mil seiscientas.

            - Ese te lo deja en dos mil pesetas - dijo José Luis.                         

            - Este cabo está loco - decía Morgan

            - Te puedo bajar las seiscientas.

             - No tengo dinero hoy aquí, - le dije -, quizá otro día.

             - Es igual, ¿ cuánto das?

            - Lo que ha dicho José Luis

            - Pero ese está loco, lo ha dicho en broma, di tú en serio.

            - Dos mil quinientas y no hay más.

           

            No hubo más, estuvimos un buen rato, él tirando hacia arriba y yo intentando marchar. Apenas habíamos salido del bazar Tokio y habíamos dado cuatro pasos por la calle arriba, se oyó una voz que decía

            - ¡ Guripa!, toma el reloj, mañana me traes las dos mil quinientas.

 

            Cogí el reloj y nos dimos la mano, no sabía entonces que en el bazar Tokio hablando con Morgan pasaría grandes ratos, que concluirían con una buena amistad y que aprendería grandes cosas de los problemas del mundo árabe.