Carta  32

            A Ana

             Mar y arena

 

            Al anochecer entrábamos en Villa Cisneros. Atrás dejábamos el polvo del camino, un día entero circulando por las autopistas del desierto, kilómetros enteros de llanuras, pistas que se cruzan, rutas sólo conocidas por las gentes nativas; todo es pista, todo es carretera, carretera polvorienta, tierra seca, quemada, dura, por donde de vez en cuando un land rover, un convoy militar o una caravana de nativos circula. Los camiones viejos que nos transportaban daban botes continuamente, los baches eran continuos, a veces la arena hacia patinar las ruedas y el camión daba bruscamente un giro, entonces nos golpeábamos unos contra otros y nos asustábamos,  pero el conductor, experto en conducir por las autopistas del desierto, enderezaba el rumbo, cogía una nueva pista, aflojaba el ritmo y seguía.

            Apenas si podíamos asomarnos. Los camiones iban tapados con una lona, sólo la parte trasera quedaba un poco abierta, pero los continuos botes y el polvo del desierto no hacían aconsejable asomarse a divisar el paisaje. Por eso, sentados en unos bancos metálicos, sólo conseguíamos divisar un paisaje de arena y de polvo. Paramos a mear unas cuantas veces y comimos, sobre las dos, en una zona donde decían había algo de vegetación.

            Eran arbustos de pinchos, ninguno sobrepasaba nuestra altura, apenas daban sombra, sólo eran ramas peladas con enormes púas. Tardamos un rato hasta que la nube de polvo que nos acompañaba pasó. Luego nos dieron unos bocadillos y unas cervezas que comimos mezclados con el sudor que recorría nuestros cuerpos y el polvo que había llenado nuestras caras. Descansamos, tirados en la arena, buscando las pequeñas sombras de los árboles sin hojas. Teníamos el cuerpo tan dolorido de los golpes por los saltos del camión, que la dureza del suelo nos confortaba. Descansamos, incluso dormimos, y continuamos. Unas veces los camiones iban en paralelo, otras iban por rutas separadas por cientos de metros, algunas veces el uno iba delante del otro y el polvo que levantaba nos envolvía a todos.

            Cuando entramos en el cuartel comenzaba a desaparecer la luz del día. Los camiones pararon en un hermoso patio desde el que se divisaba el mar. Bajamos y nos hicieron formar, la humedad  nos refrescaba. No nos dejaron aprovechar la escena, la serenidad del mar en absoluta calma fue rota inmediatamente por las voces de mando que nos obligaron a coger nuestros macutos y a meternos en un barracón, tenia pinta de ser un garaje en el que se habían acomodado, de mala manera,  unas cuantas camas. No tenía puerta, unas cortinas lo separaban del patio. Nos prohibieron subirnos a las camas hasta que estuviéramos perfectamente aseados. Desaparecieron los mandos que nos habían acompañado por el desierto y aparecieron las voces.

 

            A continuación comenzaron las novatadas. Los veteranos gastan pesadas bromas a los recién llegados. Es un rito,  -a veces brutal, porque juegan con las personas y con los sentimientos-, tolerado por los jefes. Esa noche los jefes y oficiales desaparecen del cuartel y los soldados más veteranos toman el mando. Para ello se visten con la ropa y galones de los oficiales y dan órdenes absurdas, denigrantes a veces, a los reclutas  - soldados novatos - que acabamos de llegar, creando situaciones de angustia y de miedo.

            La noche termina con la Jura Mulana. En un barracón, sin apenas luz, se sitúan como espectadores todos los soldados y nos hacen pasar de uno en uno a los reclutas ante un tribunal médico. Nos examinan, nos desnudan, nos pintan la cara, nos llenan de mercromina los testículos, nos obligan a contar un chiste. Nos violan psicológicamente.

            Yo conté el de la botella, ¿te acuerdas? La mujer casada en segundas nupcias, que se está acordando de su primer marido al tiempo que acaricia una botella por su parte ancha, y ante el reproche de su segundo marido por olvidarse de él sube la mano para acariciarla por el cuello.

            Tardaron en cogerlo pero después tuvo tanto éxito que no me molestaron más en toda la noche.

            Esta mañana hemos visto por primera vez la bahía. Nos hemos despertado cuando el sol comenzaba a acariciar nuestras caras, hemos desayunado, arreglado cada uno su litera y, entre todos, el barracón. A media mañana hemos pedido permiso para bañarnos en la playa y nos lo han concedido. Por primera vez hemos disfrutado, nos hemos relajado de toda la tensión de la noche anterior.       Hemos comprobado la claridad de Villa-Cisneros en una mañana tranquila. Al principio, la playa está sucia, hay piedras, latas y cristales que la hacen peligrosa, pero cuando uno se adentra unos cuantos metros la arena es suave, el agua es tranquila y la profundidad es mínima. Se pueden avanzar cientos de metros sin conseguir que el agua te cubra la cabeza.

            Después de tanto tiempo escondidos entre los muros del campamento, nuestro nuevo destino nos parece una ventana abierta al futuro. El mar azul y sereno y una ciudad blanca y limpia nos traen por primera vez esperanza. El mar al frente y la arena a la espalda perfilan el horizonte en el que hemos de vivir cerca de un año.