Carta 31
A ti
La jura mulana
Al anochecer entrábamos en Villa
Cisneros. Atrás dejábamos el polvo del camino, un día entero circulando por las
autopistas del desierto, kilómetros enteros de llanuras, pistas que se cruzan,
rutas sólo conocidas por las gentes nativas; todo es pista, todo es carretera,
carretera polvorienta, tierra seca, quemada, dura, por donde de vez en cuando
un Land Rover, un convoy militar o una caravana de nativos circula.
Los camiones viejos que nos
transportaban daban botes continuamente, los baches eran continuos, a veces la
arena hacía patinar las ruedas y el camión daba bruscamente un giro, entonces
nos golpeábamos unos contra otros y nos asustábamos, pero el conductor, experto en conducir por las autopistas del desierto, enderezaba
el rumbo, cogía una nueva pista, aflojaba el ritmo y seguía.
Apenas si podíamos asomarnos. Los
camiones iban tapados con una lona, sólo la parte trasera quedaba un poco
abierta, pero los continuos botes y el polvo del desierto no hacían aconsejable
asomarse a divisar el paisaje. Por eso, sentados en unos bancos metálicos, sólo
conseguíamos divisar un paisaje de arena y de polvo. Paramos a mear unas
cuantas veces y comimos, sobre las dos, en una zona donde decían había algo de
vegetación.
Eran
arbustos de pinchos, ninguno sobrepasaba nuestra altura, apenas daban sombra,
sólo eran ramas peladas con enormes púas. Tardamos un rato hasta que la nube de
polvo que nos acompañaba pasó. Luego nos dieron unos bocadillos y unas cervezas
que comimos mezclados con el sudor que recorría nuestros cuerpos y el polvo que
había llenado nuestras caras. Descansamos tirados en la arena, buscando las
pequeñas sombras de los árboles sin hojas. Teníamos
el cuerpo tan dolorido de los golpes por los saltos del camión que la dureza
del suelo nos confortaba. Descansamos, incluso dormimos, y continuamos. Unas
veces los camiones iban en paralelo, otras iban por rutas separadas por cientos
de metros, algunas veces el uno iba delante del otro y el polvo que levantaba
nos envolvía a todos.
Cuando entramos en el cuartel de
Villa Cisneros comenzaba a ponerse el Sol. Los camiones pararon en un hermoso
patio desde el que se divisaba el mar. Bajamos y nos hicieron formar, la
humedad nos refrescaba. No nos dejaron
aprovechar la escena, la serenidad del mar en absoluta calma fue rota
inmediatamente por las voces de mando que nos obligaron a coger nuestros
macutos y a meternos en un barracón. Tenía pinta de ser un garaje en el que se
habían acomodado, de mala manera, unas
cuantas literas para servirnos de camas. No tenía puerta, unas cortinas lo
separaban del patio. Nos prohibieron subirnos a las camas hasta que
estuviéramos perfectamente aseados. Desaparecieron los mandos que nos habían
acompañado por el desierto y aparecieron las voces.
Desde nuestro
barracón escuchábamos gritos, carreras, órdenes. De vez en cuando veíamos que
en medio del patio se encontraban dos mandos, uno se cuadraba y aceptaba una
orden. El capitán ordenaba al teniente, el teniente ordenaba al sargento, el sargento
ordenaba al cabo, y el cabo salía corriendo y desaparecía de nuestro campo de
visión.
Sonó una sirena, se oyó la voz de un
cabo:
- ¡Emergencia!
¡Emergencia! ¡A formar la tropa! ¡Todos a formar! ¡A formar con el arma
reglamentaria!
De todos los rincones veíamos salir
a los soldados, poniéndose la gorra, recogiendo el mosquetón, abrochándose los
botones de la camisa, todos corriendo acudían a formar.
Formaron en el centro del patio.
Desde nuestro barracón sólo divisábamos parte de la formación y oíamos las
voces. Voces secas, fuertes, de órdenes. Estábamos asustados.
El cabo anuncia al sargento que la
tropa está formada, el sargento lo anuncia al teniente, el teniente al capitán.
Y el capitán altivo, en tono despectivo, se dirige a la tropa.
- ¡ATEN...TOS! ¡FIR...MES!
¡DESCAN...SO! Hemos tenido noticias de un conato de revuelta. La Legión ha
salido hacia Tisla. A nosotros nos corresponde que Villa esté en orden. Formen
cuatro pelotones. El primer pelotón a las órdenes del teniente Castrillo se dirigirá
al barrio musulmán. El segundo pelotón al frente del teniente Amez, a Plaza
Mayor. El tercero con el teniente Gutiérrez, al Zoco, y el cuarto, con el
teniente Delgado, al puerto.
A paso ligero y con el arma en
prevengan salieron del patio detrás de un teniente los cuatro pelotones
formados urgentemente.
Después el silencio, un silencio
absoluto, un silencio eterno.
De repente se oyeron dos tiros. Se
escuchó un grito:
- ¡La guardia a formar con el
mosquetón cargado!
Seguíamos metidos en el garaje. La
angustia nos atenazaba. Los gritos y las órdenes eran nuestras únicas pistas,
teníamos las caras desencajadas, nadie se dirigía a nosotros a explicarnos lo
que pasaba. Asomábamos las cabezas, pero no nos atrevíamos a salir al patio. La
orden había sido clara, no podíamos movernos del garaje.
Apareció un jeep en el centro del
patio, la bocina sonaba continuamente, acudieron los cuatro de guardia. Bajaron
el conductor y un sargento, abrieron la puerta de atrás, bajaron dos hombres,
había otro que parecía herido. Entre cuatro le cogieron y le llevaron al
botiquín. Un grito desgarrador llamó al teniente médico. El botiquín estaba a
la derecha del garaje donde nos encontrábamos. Podíamos divisar al soldado
herido. Le vimos manchado de sangre. Apareció el teniente médico y comenzaron
las explicaciones: -"Ha habido una revuelta". Las frases
entrecortadas llegaban hasta el lugar donde nos encontrábamos. -"Ha sido
en el barrio moro". -"Nos atacaron por la espalda". -"Le
han clavado un cuchillo".
-"Hemos
tenido que disparar". -"SE NECESITAN REFUERZOS".
Apareció
el capitán en el patio, se cuadró el sargento.
- A sus órdenes mi capitán.
-¿Qué ha sucedido, sargento?
- Atacaron al pelotón en el barrio
musulmán, dos jaimas a continuación de la de
- Gracias, sargento
- ¿Ordena alguna cosa, mi capitán?
- Sí, forme en el patio a los
reclutas y asígneles un arma. Deje un retén de cuatro o cinco para la oficina.
Formamos en el centro del patio
siguiendo las órdenes que nos dio un sargento.
-¿Quién sabe escribir a máquina?, - preguntó
el sargento-. Necesitamos gente para la oficina para pasar los partes.
Salimos cuatro personas: Paco Salmerón,
Joaquín Rocamora, José Luis Yunyen y yo. Nos mandó situarnos frente a la
oficina hasta que saliese el brigada.
El sargento se dirigió al resto de
la formación y les dijo:
- Vais a realizar vuestra primera
misión en el Sáhara como policías, ya no sois reclutas, ya habéis jurado
bandera y sois agentes de
Se hizo una sola fila. Cada agente
fue recibiendo un mosquetón. Cuando cada uno tuvo el suyo, el sargento mandó
formar nuevamente y en fila de a dos salieron.
Cuando desaparecieron nuestros
compañeros, saliendo por la puerta que apenas una hora antes habíamos cruzado
subidos en los camiones, apareció el brigada y nos dijo que le siguiésemos, que
nos llevaba a la oficina. Cruzamos el patio, pasamos frente a un barracón, lo
bordeamos. Nos dio el alto y con voz jactanciosa gritó:
- Os voy a dar esta pluma y estos
tinteros - y señaló una escoba, un cubo y unas bayetas-. Aquí los guapos de la
oficina tienen primero que limpiar la mierda de todos los soldados.
Limpiamos los servicios al ritmo de
voces de mando exigentes, duras, fuertes y agresivas. De vez en cuando veíamos
pasar a grupos corriendo, a compañeros llevando carretillas con basuras y a otros dando vueltas al cuartel
a paso ligero.
El cuartel se encontraba situado
entre una de las calles principales de la ciudad, la que conducía hasta el
puerto. En la calle principal estaba la
entrada, a su izquierda había un barracón, el botiquín y el garaje donde nos
metieron nada más llegar y donde habían colocado unas literas para dormir
nosotros. A la derecha de la entrada estaba
el cuerpo de guardia, la cantina, los servicios y uno de los dormitorios de los soldados. La parte del
sur estaba rodeada por una valla no
excesivamente alta. Una valla más bien baja separaba el mar del cuartel, una
puerta y un exiguo sendero permitía bajar. La inmensa bahía se veía simplemente
apoyando los codos en la valla.
Ya era de noche y se reflejaban las
primeras luces del puerto sobre el agua del mar. Habíamos limpiado perfectamente
todos los servicios cuando llegaron exhaustos los compañeros al mando del
teniente y pararon en el centro del cuartel. El cabo que estaba con nosotros nos
mandó incorporarnos al grupo.
Apareció el capitán y el teniente le
dio novedades:
- ¡A sus órdenes, mi capitán! La
compañía está formada.
- ¿Alguna novedad, teniente?
- Ninguna, mi capitán. La revuelta
ha sido controlada, pero estos reclutas huelen todos a mierda.
- Se habrán cagado, teniente. Que se
desnuden y en fila de uno pasen por las
duchas.
- Sí, mi capitán. ¿Alguna cosa más?
- Sí, avisen inmediatamente al
equipo médico y al equipo de desinfección para que sean revisados detenidamente
uno a uno. Dediquen especial atención
a las ladillas, piojos, garrapatas, sarna y todas aquellas enfermedades que se
cogen como consecuencia de la suciedad.
- ¡A sus órdenes, mi capitán!
Y comenzó el rito de la burla y de
la farsa: nos ducharon con mangas de riego, nos pasaron uno a uno por un
barracón sin luces, nos presentaron al hechicero de la compañía, al
Mulana de Villa Cisneros, nos alumbraron a los ojos para identificarnos,
nos revisaron los testículos y nos los llenaron de mercromina, nos pintaron de
harina la cara, nos hicieron contar chistes y hacer reverencias, nos obligaron
a hacer