Carta  16
A ti
Mis amigas

                                                                                   Amigas de adolescencia,
                                                                                   amigas del alma,
                                                                                   mis sueños han crecido
                                                                                   con sus cartas y sus charlas.
           
            ALICIA
Hoy he recibido carta de Alicia. Su sinceridad me plantea innumerables preguntas. La amistad, ¿qué es?, ¿dónde se esconde?, ¿cambia con el tiempo?, ¿es igual a los quince que a los veinte?
             Alicia tenía catorce años cuando la conocí, fue una noche fresca de verano al son de una música festiva. Bailamos. Dudamos sobre la frase adecuada en el comienzo de la conversación. Temimos el abandono del otro en el primer baile. Reímos entre frases cortadas, entre preguntas calculadas típicas de un primer encuentro, entre respuestas sugerentes, entre sondeos inacabados... Palpamos nuestros cuerpos nerviosos. Sentimos nuestro calor, las pulsaciones de nuestras manos y el sofoco de nuestros pechos. Rozamos por primera vez nuestras caras. Olimos nuestro primer aliento, notamos nuestro aroma embriagador y juvenil. Nos miramos alguna vez a los ojos sin aguantarnos apenas la mirada. Soñamos.
            Se nos acabó el tiempo pronto, para  ella el verano terminaba al día siguiente, sus vacaciones finalizaban. Sólo tuvimos tiempo de hacer las presentaciones de rigor, de conocernos ligeramente un poco, de desear comenzar algo, sin saber qué. No podíamos quedar para el día siguiente, la distancia se convirtió en un muro infranqueable. Las direcciones y las cartas eran lo único que podía mantener lazos de unión entre nosotros. Y concretamos seguir conectados a través de la distancia por el hilo de la escritura de las frases y las letras, lo hicimos apresuradamente, en el último instante, cuando ella me dijo:
             - Tengo que irme.
Y yo le pregunté:
             - ¿Volverás mañana?
            - Mañana estaré en Cullera, mis vacaciones se acaban esta noche.
            Nos miramos y nos dimos cuenta de que no era justo, no se podía acabar algo casi  antes de empezar, ¿para qué habíamos compartido una noche de bailes y de risas, para dejarlas en nada, para que pasasen simplemente al recuerdo? Entonces me dijo:
            - Si quieres puedes escribirme, me hará ilusión que me escriba un chico de  Bárdera.
            Nos hemos escrito montones de cartas, hemos hecho trabajar nuestra imaginación, hemos construido un mundo de amistad, un mundo de ida y vuelta. Un mundo por correspondencia. ¿Qué clase de amistad es esta?

            Ana V
            Ana Victoria ocupó las noches de los días pasados en Cullera. La conocí en un baile, al que fui un día, después de dejar en su casa a Alicia. Era de Madrid, estaba de vacaciones.
            - Yo también vivo en Madrid, he venido a pasar una semana en Cullera y a visitar a una amiga pero sus padres no la dejan salir después de las once, así que acabo de dejarla en su casa, pero como no me parece hora adecuada para ir a acostarme, me he metido aquí para contar a alguien mis penas -, le dije contando mi historia con toda franqueza.
            - Yo no quiero oír penas, estoy de vacaciones.
            - Entonces contaré a ella las penas por las mañanas y a ti te cuento por las noches las alegrías de una persona que está aprovechando los diez días que le quedan antes de incorporarse al servicio militar.
            - De Todas formas no entiendo muy bien eso de que hayas venido a ver a una amiga, y por las noches trates de ligar con otra.
            Se lo tuve que explicar. Al tiempo que se lo explicaba, le iba contando mi vida, lo que hacía, lo que pensaba, cómo sentía la amistad, cómo se necesitaba la conversación de los demás para hacer más agradable nuestra existencia. Bailamos y reímos toda la noche, ella burlándose de mi situación y yo contando chorradas. Quedamos para la noche siguiente sin compromiso alguno. Yo dedicaría la mañana a la playa, la tarde a pasear con Alicia y la noche a bailar con ella, siempre que ella no encontrase alguna persona que le interesase más que yo.
            Y nos encontramos todas las noches en la oscuridad de las discotecas, fuimos acostumbrándonos a buscar la figura del otro; cuando nos encontrábamos, una sonrisa acudía a nosotros, nos sentíamos a gusto contandonos cómo habíamos pasado el día. Y poco a poco nos fuimos contando nuestras ilusiones, nuestras formas de ser y de pensar.
            Quedamos en escribirnos.

Elena, (la de los calcetines blancos)
            Fue la primera vez que pasé una noche entera bailando con una chica en una fiesta de Bárdera. Se fijó en mi pareja toda la gente del pueblo, mientras yo, ensimismado, ni siquiera me daba cuenta de lo que ocurría a mi alrededor.
            - ¿Qué tal te lo has pasado con la de los calcetines blancos?
            Fue la primera pregunta de mi hermana cuando nos reunimos en casa para la cena.
            - Parece que se arrimaba mucho.
            Fue el comentario de la otra hermana.
            Elena era de Navas de Arriba, yo había asistido a las fiestas de su pueblo varias veces pero no la conocía; esa noche en el transcurso de nuestra conversación descubrimos que yo había estado cenando en su casa en una ocasión. Su familia tenía una fonda y en ella, en una de las fiestas, el grupo de amigos de Bárdera nos merendamos un cuarto de cordero asado. Aún recuerdo las guarradas que contábamos durante la cena con el único fin de que el resto de los comensales, en caso de ser escrupulosos, se reprimieran de comer. No fue así, no hubo escrupulosos; y, a pesar de las groserías, pasamos, como siempre, una velada agradable.
            La noche bailando con ella pasó más de prisa. Yo tenía diecisiete años y descubrí que el tiempo vuela cuando estás a gusto con alguien. También descubrí que en esos momentos te olvidas de todo, que no te das cuenta que en el pueblo eres continuamente observado y que valoras más que a nada en el mundo el contacto de un cuerpo pegado al tuyo, el calor  de una mejilla acariciando tu cara, el rubor de una cara rosada, el sonido de unas palabras cercanas susurradas suavemente a tu oído, el roce simplemente de los dedos de su mano, el tacto de una cintura menuda y el dulzor de su mirada reflejada en la tuya.
            Debimos de pasar los dos una noche inolvidable, lo noté en su cara cuando nos despedimos con una agradable sonrisa y con la promesa de que ninguno de los dos sería desde entonces extranjero en el pueblo del otro, y lo noté cuando en la cena una de mis hermanas me preguntó por la de los calcetines blancos y una tenue sonrisa iluminó mi cara.

 

Elena dos
            También era de Navas de Arriba, la conocí un día de junio en una verbena en Segovia. Era el final de la noche, cuando el cansancio ya hacía mella en nosotros, la encontré sentada junto a unas amigas y fue ella la que exclamó en voz alta: “A ese chico le conozco yo, es de Bárdera”. Lo dijo justo cuando pasaba frente a ella, iba acompañado de un amigo y no tuvimos más remedio que hacer frente a quien nos hablaba.
            - Si me conoces tendrás que dejarme un sitio en tu banco y contarme quién eres y de qué me conoces.
            Entre sonrisa y sonrisa me fue contando las veces que me había visto en su pueblo, nunca había hablado conmigo, ni sabía cómo me llamaba, pero me había visto y se le había ocurrido gritarlo. Estaban esperando un coche que las llevase de regreso a su casa y, mientras, les había parecido interesante entablar la última amistad de la noche.
            Hicimos una amistad alegre y duradera. En el corto rato que estuvimos esa noche, tuvimos ocasión de contarnos nuestros nombres, nuestras vidas y una serie interminable de chistes que nos salieron hilvanados los unos a los otros sin tiempo de ruptura y encadenando unas carcajadas con otras. A los comentarios siguieron los cánticos y los minutos pasaron y la noche, que ya era avanzada, dio paso a una temprana madrugada. Cuando llegó el coche que esperaban ellas y comenzaron a aparecer las primeras luces del alba, nos despedimos con compromisos serios de fortalecer nuestra amistad y con la alegría en el rostro por  haber aprovechado tan bien las últimas horas de una noche de verbena en Segovia.

            Virtudes, (la arisca)
            No encontré el calor de su cuerpo, ni el atractivo secreto de su mirada.
            Tenía el jueves como su día asignado en mi calendario, era el día en que quedábamos.
            Aquellos últimos meses anteriores a mi marcha los apuraba como se apuran las últimas gotas de un vaso de buen vino. Buscaba compañía para estar ocupado todos los días de la semana, a cada amiga le asignaba un día, a Virtudes le correspondía el jueves. Trabajaba en Telefónica y era ése el día que libraba para salir a bailar, a pasear o a ver cine. Estaba en casa de su hermana a la que ayudaba también cuidando de un niño pequeño en sus horas libres.
            Desde el primer día puso una barrera por medio. Nos conocimos bailando a largas distancias, toda la longitud de sus brazos separaba su cuerpo del mío; hablamos de vaguedades, de cosas lejanas, sin dirigirnos apenas la mirada. Jugamos a la defensiva sin enseñar nuestras cartas, sin dar a conocer nuestros sentimientos, sin comunicar nuestras verdaderas ideas.
            Cuando la acompañaba, su mano esquivaba la mía, no permitía el roce de su piel con la mía, sólo aceptaba mi brazo posado sobre su hombro, - sobre la ropa que cubría su hombro -, porque si mis dedos rozaban alguna parte de su piel como el cuello o el brazo, se retiraba bruscamente, dejando la frialdad en mi cuerpo y la incertidumbre en mi mente. Tras el contacto con su ropa, mis manos notaban que un escalofrío le recorría por dentro, un escalofrío que invitaba a apartar el brazo y a preguntarme qué misterio secreto la embargaba. Me intrigaba lo que se escondía en su mente, la razón de ser una mujer tan fría, por eso seguía quedando para el jueves siguiente, para seguir buscando en algún lugar de sus frases cortadas el secreto de algún desengaño, el daño recibido en su alma.
            Y el jueves siguiente íbamos al cine, pero no había ningún cambio en su actitud;  si le ofrecía mi mano, retiraba la suya; si le pasaba el brazo por encima del hombro, se estremecía; no había un intento de aproximación de su cara a la mía. Comentábamos la película y comprobaba que las escenas tiernas no la enternecían, sólo frases escuetas salían de su boca; no hablaba de novios, ni de amores perdidos; no conseguíamos conectar nuestros pensamientos y menos aún nuestros sentimientos. Por eso cada día pensaba que sería la última salida, que no teníamos nada que hacer juntos. Pero la proximidad de mi marcha, mi deseo de encontrar algún sentimiento escondido, de ayudarla en algún problema mal resuelto, la esperanza de comunicarnos mejor por carta desde la distancia y la facilidad con que ella aceptaba mis invitaciones, me obligaban a seguir.
            Sólo se ilusionaba cuando me hablaba de "Sevilla la bella",  de su Sevilla. Entonces se le iluminaba la cara, aparecía por primera vez su sonrisa, me contaba detalles de sus calles floridas, me describía la luz y la frescura de los patios sevillanos, el olor a jazmín de los más escondidos rincones, las tardes de vinos y rosas, de pescaítos fritos, la feria de Abril...
            Se sentía desplazada, añoraba su tierra, por eso pensé que era desconfiada, por eso seguí apurando los jueves que aún me quedaban, saliendo con ella, sin que nada cambiara.

 

            Luci, (la última)
            Quería aprovechar el último aliento de libertad. Acudí a bailar el último viernes de mi estancia en Madrid. Había reservado unos días de vacaciones en Cullera y un último fin de semana para despedirme de mi familia y de Ana, pero no quería dejar escapar ese viernes.
            Encontré a Luci sola, me senté frente a ella y dejé mi vaso en su mesa. Le pregunté si le apetecía disfrutar de la música bailando conmigo y aceptó. Comenzamos las preguntas rutinarias y las presentaciones de rigor y le hablé de mi futuro en el Sáhara.
            Cuando me dijo que ella conocía bien el Sáhara y concretamente el Aaiún, porque su padre, que era militar, había estado destinado allí varios años y que ella había tenido que vivir parte de su juventud en aquel lugar, me dieron ganas de salir corriendo; de dejarla plantada en medio de la pista, de hacer con ella lo que hicieron conmigo en una situación similar.
Fue en la misma discoteca, estábamos bailando en la misma pista, había llovido bastante durante todo el día, era el día de la Victoria y las tropas de Franco habían desfilado por la Avenida del Generalísimo. Ella se lamentó de la lluvia, yo me pronuncié a favor; ella dijo que la lluvia era buena pero no había sido oportuna hoy: el día del desfile; yo dije que precisamente por eso hoy había sido más oportuna que nunca, y ella se marchó dejándome plantado en medio de la pista con una frase seca: “Mi padre ha desfilado esta mañana”.
            Contuve mis deseos, fui frío y calculador, decidí que aprovecharía la situación, aunque me desagradara enormemente. Empecé a preguntarle sobre cómo era aquello, comencé a mostrar entusiasmo por la suerte que había tenido ese día al encontrar a una persona que me pudiera orientar sobre aquellas tierras perdidas, empecé a bromear sobre su suerte y la mía. Y pasamos la noche desenfadadamente; ella, en tono burlón, asegurándome que no podría bailar mucho de militar en el Aaiún; yo rogándole que se apiadase del último fin de semana de un pobre futuro soldado.
            No sé si ella notó la poca simpatía que yo sentía hacía los militares, pero estuvo toda la noche muy distante, como si ya hubiese puesto por medio la distancia que nos iba a separar. La acompañé hasta su casa, una casa en una de las zonas de residencias militares de Madrid: Virgen del Puerto. Me entregó su dirección, no de muy buena gana, y se comprometió a escribirme si yo le escribía. Dudé de su compromiso, como dudé de su historia; pero no tuve tiempo de comprobarla. Tendría que esperar a las cartas, si las hubiera.