Carta  11
            A ti     
            A tope

            Como se suele decir aquí "ya estamos a tope".
            Nos ocupan tanto nuestro tiempo, nos imponen tantas obligaciones y nos llenan tanto las horas que apenas nos queda tiempo para pensar, además el poco tiempo que nos queda lo dedicamos a llamar por su nombre, -cabrones, hijos de puta, etc.-, a las personas que nos oprimen, así resulta que no pensamos nunca en el mundo exterior, creo que a veces ni siquiera nos damos cuenta de que hay un mundo exterior.
            Las cartas las medio leemos, nos las dan a las diez menos unos minutos y a las diez en punto apagan la luz y tocan silencio. Quedamos intranquilos muchas veces, porque hemos leído sólo la mitad, o se nos ha quedado alguna sin leer, pero tampoco tenemos tiempo de mantener la intranquilidad: el cansancio se apodera de nosotros y el sueño aparece inevitablemente minutos después.
            Nos las guardamos pensando que al día siguiente tendremos tiempo para continuar su lectura, pero irremediablemente no es cierto.
El día siguiente llega con el ruido de los silbatos que inundan el barracón y arruinan nuestros dulces sueños. Esos sueños plácidos fruto de la fatiga y el cansancio, que a esas horas de la mañana aparecen para comenzar a disfrutar de alguna ilusión fantástica, que nos acercan ligeramente a la familia, a la amiga, al mundo mágico de los sueños olvidando el camastro donde estamos dormidos; son rotos con un sobresalto: nos ponemos en guardia. Comienza el vértigo, la rapidez suprema. Apresuradamente me visto, estiro las mantas de la cama y echo a correr porque ya están los cintos girando. Los cintos aparecen segundos después del toque de los silbatos, comienzan a dar vueltas sobre las cabezas, - siempre están dando vueltas sobre las cabezas-, cuando cuentan diez, comienzan a posarse en la espalda de alguien, de alguien que sale corriendo, que se acerca a la puerta, que salta para esquivar una hostia y que topa con el muro, con la parte de arriba de la puerta. No podíamos salir todos a la vez y la sangre salpica al grupo apelotonado. Es Rivadulla, se ha hecho una brecha en la frente al darse contra el borde superior del muro. Alguien le coge y rápidamente le llevan a la enfermería.
La sangre ha paralizado por momentos al grupo, los perros serviles han bajado los cintos, las voces han dejado de oírse; ahora nos dicen, en tono más suave, que salgamos de uno en uno, que no seamos borricos, que no pretendamos salir como las ovejas, que luego ya vemos lo que pasa.
            He pasado esquivando los cintos, terminando de abrocharme los botones de la camisa y de los pantalones. A pesar de la prisa, no soy el primero, bastantes se me adelantaron. Observé el movimiento del recluta herido, su temor a ser perseguido, su salto para evitar el golpe y el ruido seco del impacto en el muro; vi el peligro real por culpa del salvaje comportamiento de los perros  adiestrados, el odio apareció en mi rostro y la impotencia  paralizó mi cuerpo. Seguí andando despacio, crucé solo la puerta,  formé.
            Formadas las filas, con los cabos paseando por las esquinas, apareció el sargento semana.
            -¡Fir-mes!; ¡des-can-so!; a desayunar; ¡rompan filas!
            Desayunamos un café malo, parecía agua,  y unas galletas, e inmediatamente a formar de nuevo. A paso ligero nos dirigimos al campo de entrenamiento. Allí damos varias vueltas al campo y hacemos los grupos.
            El cabo Arnau repite los ejercicios de todos los días, nos coloca por estatura, hacemos giros y marchas, nos enseña a llevar el paso.
            Después llega la hora de jugar a la guerra. El sargento nos junta a todo el regimiento y nos da las clases teóricas de cómo actuar en caso de guerra.
            De su boca salen las técnicas para camuflarse, para confundir al enemigo, para arrastrarse por el suelo, para actuar en caso de bombas.
            Por un momento el campamento se convierte en un juego maquiavélico, el objetivo es adiestrarnos para vencer al contrario. Se hacen dos grupos, uno es el enemigo al que hay que vencer, para lo cual se diseña una estrategia y se hacen las prácticas.
            Se preguntan las técnicas explicadas el día anterior y si no se saben se es  arrestado, el arresto es el arreglo mágico de todas las desgracias.
            A las diez y media llega el descanso. Sólo para los no arrestados, pues siempre hay un grupo que, mientras los demás tomamos el bocadillo, se dedican a dar vueltas al patio a paso ligero. Son los que no se han sabido bien la teórica o los que han hecho mal un giro con la mala suerte de ser vistos por algún maldito sargento.
            Si hemos tenido tiempo de guardar en algún bolsillo esa carta que quedó a medio leer y si hemos tenido la suerte de no tener arrestos, entre trago y trago del bote de cerveza, terminamos su lectura.
            Después del bocata toca gimnasia. En breves momentos tenemos que volver al cuartel y cambiarnos de ropa, dejamos la ropa militar y nos ponemos la ropa de deporte, vuelven las prisas y vuelven los cintos.
            La gimnasia es repetir otra vez giros,  movimientos de brazos, hacer carreras y marchar.
            Tenemos media hora de siesta después de la comida. ¡Qué tranquilidad, media hora para descansar! No dormimos porque sienta peor despertar que mantenerse despierto, es otra media hora para releer las cartas, para responderlas, o para conversar con el vecino.
            Completamos la tarde con clases teóricas, conocimiento y manejo de armas, enseñanza de cánticos militares, preguntas de los sargentos y arrestos.
            Habíamos dejado las cartas para el día siguiente y este llega y pasa sin haber encontrado el tiempo necesario para terminar su lectura. Se hacen las diez menos algún minuto y recibimos nuevas cartas que dejamos a medio leer otra vez porque la luz se apaga y suena el toque de silencio. Mañana continuaremos su lectura, mañana encontraremos un momento libre, mañana.