Carta  10
            A ti
            La escuela
            Aprovecho que es domingo para contarte algo de lo que por aquí acontece.
            Hoy hemos sido llamados dos compañeros y yo, con el objeto de dar unas clases de alfabetización. En nuestra compañía hay unas cuarenta personas consideradas analfabetas, cuarenta de doscientas setenta,  casi veinte de cada cien personas en edades comprendidas entre los diecinueve y los veintidós años y cogidas al azar son aún analfabetas en nuestro país. También hemos de dar clases a un grupo de nativos de los que hacen el campamento con nosotros. Nos lo ha comunicado un cabo. Nos ha dicho que dar estas clases es voluntario, pero nos ha explicado también lo que posiblemente nos correspondiese hacer si no aceptábamos darlas como voluntarios. Las razones nos han convencido a todos y hemos decidido dar las clases, sabemos que al menos durante ese rato no podremos ser arrestados.
            No sé si te he dicho que un par de sargentos son quienes imparten las clases de teórica de la tarde; no tienen ni zorra idea de lo que es la pedagogía. No entienden lo que dicen, se limitan a ir dictando unas definiciones que en su día aprendieron y que, mientras no se les olviden, obligarán a otros a ir aprendiendo, campamento tras campamento.
            Son tan incompetentes y tan analfabetos como exigentes. Obligan a otros a que repitan al pie de la letra sin haber tenido tiempo de entender ni aprender lo que ellos mismos ni comprenden ni saben. A quienes tenemos algún tipo de estudios nunca nos preguntan, se ensañan siempre preguntando a los mismos,  y los mismos son siempre los más torpes.
            El ritmo de trabajo en el campamento es tan apretado que no tenemos ni un momento de respiro, por eso nadie puede aprenderse las partes del fusil o del cetme, que son las primeras clases de teórica que hemos recibido. Sólo haciéndote la imagen mental del aparato en cuestión y yendo ordenadamente, mencionando las partes, puedes contestar adecuadamente. La mayoría  intentan responder sin ningún orden determinado,  sin ningún procedimiento lógico, repitiendo simplemente los diez o doce vocablos que les mandaron copiar el día anterior y que ellos intentan mecánicamente memorizar y nunca responden adecuadamente. Por eso para algunos las clases de teórica son tan temidas o más que las de instrucción, en ellas se engruesan las filas de los encargados de limpiar cocinas, perolas, letrinas, etc. Utilizan la hora entre las siete y las ocho, desde el final del trabajo de la tarde hasta la hora de la cena, para hacer cumplir los castigos.
            El mosquetón y el cetme deben  ser conocidos como los dedos de nuestras manos, los debemos  conocer palmo a palmo, "como el cuerpo de vuestras novias", apunta el cabo, y  el sargento le ríe su gracia apostillando: "En efecto el mosquetón es vuestra novia en el campamento, vais a dormir con él, tendrá un numero que será su nombre y apellidos y que no podréis olvidar, y tiene unas partes que se dividen en ..."
            -¿Puede repetir mi sargento?,  -pregunta el discípulo atento al que no le da tiempo a escribir a la velocidad a la que habla el sargento.
            Y el sargento complaciente repite, al tiempo que insta a todos los demás a hacer lo mismo:
  -Copiar y aprender porque mañana os preguntaré.
Pero repite en distinto orden las partes y por eso muchos repiten unas y omiten otras.
            Al día siguiente a los que les toca la china, les pregunta el sargento las partes del mosquetón, se les traba la lengua, dicen dos o tres y se atascan.

- Doscientas veces me las copias para mañana.

Castigo que se suma a otros castigos y que no tienen tiempo para cumplirlo. A las diez de la  noche apagan la luz, y de siete a ocho, el único tiempo libre que tenemos, les había citado el cabo Quesada a hacer instrucción porque en la mañana se habían equivocado al hacer un giro.
Se acumulan los castigos, el cabo les castiga a hacer intrucción, el sargento les manda copiar doscientas veces las partes del mosquetón y el teniente a limpiar las letrinas. ¡Todo de siete a ocho!
Cuando los arrestos se fueron acumulando comenzó a aparecer el talento hispano.
            - ¡Cubillo!
            - ¡Sí, mi sargento!
            - ¿Las partes del mosquetón?
            - No me las he aprendido porque no sé leer ni escribir
            - ¿Asiste a la escuela?
            - Sí, mi sargento, voy todas las tardes
            - Bien, ya me pasaré yo una tarde por la escuela para ver como aprovechan el tiempo.
            El sargento pregunta a otro, y tampoco sabe leer ni escribir, y a otro y tampoco. Y el sargento Torices, cabreado, nos llama a los  maestros y ordena:
            - Mañana me traen una lista de los que asisten a la escuela.
            - Sí, mi sargento.
            Así, de siete a ocho, en esa hora de tiempo libre, me dedico a la escuela. Somos tres los que impartimos las clases: Orozco, José Luis y yo. Además del grupo de españoles nos repartimos otro de saharauis. Este grupo es más numeroso, unos cincuenta, y se han apuntado voluntariamente.
            La escuela es un lugar de descanso, un sitio donde nos escondemos, leemos, hablamos y no nos enfadamos. Tenemos un botellín  y un bocadillo a mano, comentamos cosas  y cada uno llena en un cuaderno una hoja de cuentas,  una lectura, un dictado o una redacción. No conozco el nivel de cada uno, ni sé si me engañan cuando dicen no saber leer y escribir. Ni quieren decírmelo, ni quiero saberlo. Estando en la escuela, entre amigos, disminuye el peligro de ser arrestado, para ellos y para nosotros, es mejor sitio que estar fregando platos. Es el refugio que de momento hemos encontrado unos pocos.
            En el campamento, con unas doscientas setenta personas cogidas al azar por la letra del apellido, de edades iguales y de sitios distintos, se reconoce el nivel cultural del país. Un país que, en el año 1973, era mayoritariamente inculto. Con carrera universitaria tres, con títulos medios dos, declarados sin saber leer ni escribir treinta, sin capacidad para comprender por qué se encontraban allí… casi todos.
            La clase de los saharauis es más anárquica, no los conocemos,  todos parecen iguales y sus nombres son difíciles de escribir y de aprender. El primer día apuntamos sesenta, hicimos la lista entre José Luis, un sargento saharaui y yo. El sargento nos avisó:

- Se apuntan muchos pero vienen pocos.

 Y tenía razón, cada día vienen unos diferentes por lo que resulta imposible hacer cualquier seguimiento, para ellos las clases son libres, van cuando quieren y el que quiere, por eso siempre hacemos lo mismo, una lectura, un comentario, una redacción y un dictado, unas cuantas cuentas de operaciones básicas y algún problema. Y cuando cae el sol dejan cuidadosamente el cuaderno y el boli y salen a rezar como los demás.